sábado, 31 de mayo de 2008

Virus: los caminos de Federico


Por Eduardo Berti


Fui un par de veces a la casa de Federico Moura, que quedaba –si la memoria no me engaña- en Viamonte al 900, entre Suipacha y 9 de Julio. Por entonces, mediados de los ochenta, no conocía a mucha gente que viviese en pleno centro; con el tiempo fui frecuentando a otros (el “tano” Dal Masetto, Rodrigo Fresán, Daniel Melero) que me hablaron de lo que implica vivir en medio del caos diurno, a la espera de noches de calma nada provinciana.

La casa de Moura era fiel a su imagen pública (“perfecto, hermoso, veloz, luminoso”, llegó a autoparodiarse), cosa que no siempre suele ser el caso. Lo que se dice de los perros y los amos puede aplicarse, a menudo, a los hogares: cierta casa que conocí de Pedro Aznar, en el barrio de Belgrano, era tan fiel a su dueño como las interminables y algo bruscas transformaciones en el departamento de Charly García, en Palermo.

En cuanto a Moura, habitaba allá en Suipacha, en un piso bien alto, entre pocos muebles simples y modernos, una especie de cocina americana y un equipo de música donde sonaba Art of Noise, Carmen Miranda, los tropicalistas o Billie Holiday.

Pisé por primera vez el hogar de Federico una tarde que fuimos con Marcelo Fernández Bitar a entrevistarlo para la revista “Cantarock”, aquella donde quienes aparecían en tapa lo hacían convertidos en personajes de historieta, en extrañas caricaturas. Fue un reportaje placentero porque charlar con Moura era un placer. Allí nos dijo, recuerdo, que la frase “luna de miel en la mano” estaba tomada del Ulises de James Joyce, y no mentía: “EVERYMAN HIS OWN WIFE OR A HONEYMOON IN THE HAND” se llama una especie de obra teatral escrita por Ballocky Mulligan y mencionada en la novela.

M.F.B. y yo, antes de aquella entrevista, ya habíamos conversado con Federico en otros lugares. Siempre era él quien daba la cara, como portavoz del grupo. Solamente tras su muerte, el 21 de diciembre de 1988, se hizo usual que los otros miembros de la banda atendieran a la prensa.

La primera entrevista que le hicimos a Federico coincidió con la salida de “Agujero interior” (el tercer album de Virus, el que traía “Carolina”) y tuvo el peor de los inicios posibles. Habíamos adquirido el hábito de esperar al entrevistado con el grabador en REC + pausa, listo como un corredor agazapado a la espera del disparo de largada. Esa tontería nos daba calma, vaya a saber uno por qué. Culpa de un error o descuido inexplicable, la pausa esa noche no se activó, así que estábamos rompiendo el hielo con Federico y M.F.B. acababa de hacerle un broma algo arriesgada sobre su flamante peinado con un mechón de flequillo rubio claro (hasta podría asegurar que se mencionó a David Bowie y que Moura frunció los labios, no exactamente feliz con la comparación) cuando, de pronto, el grabador en marcha emitió un ruido delator, Federico vio que la cinta giraba y su cara se transformó. Nos llevó un tiempo largo serenarnos y más largo aún convencerlo de que esto no había sido premeditado.

Supongo que, por ese entonces, Virus estaba todavía bastante a la defensiva de la prensa, que en varios casos había juzgado con excesivo rigor su álbum debut (“Wadu Wadu”, 1981) y con injusta frialdad su interesantísima secuela (“Recrudece”, 1982). "Los críticos cacarean y nosotros ponemos los huevos", repetían casi ofuscados en aquel segundo disco. Por cierto, fue tan sólo a partir de “Agujero interior” (tercer disco, producido por los hermanos Peyronel) y “Carolina” y “El probador” que la carrera de Virus pareció ingresar por fin en una curva ininterrumpida de popularidad, propulsada por los hits “Me puedo programar” y “Amor descartable” (del siguiente disco: “Relax”, 1984) y coronada por el éxito de canciones como “Pronta entrega” y “Tomo lo que encuentro” (del disco “Locura”, de 1985, que llegó a vender 200 mil ejemplares, cuando el anterior había arañado los 50 mil) o como “Imágenes paganas” (“Virus vivo”, 1986) o como “Polvos de una relación” (“Superficies de placer”, 1987).

Alguna vez, en el prólogo al completísimo libro que Daniel Riera y Fernando Sánchez consagraron a Virus (“Virus, una generación”, editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1995), formulé por escrito que quizás nada haya retratado mejor a los Virus que su “destiempo”. Fueron irónicos y lúdicos cuando reinaba la solemnidad en el rock argentino. Fue románticos un par de años más tarde, cuando reinaba el desencanto dark. Se atrevieron a editar un disco debut con quince canciones que no excedían, en promedio, los 2 minutos de duración (¡toda una ametralladora pop contra los últimos estertores del rock “progresivo”!). Y, aparte de la voz de Federico, nada era más distintivo que el sonido de sus teclados, con la salvedad de que nadie usaba esos timbres ya que en cualquier otro grupo hubiesen sonado mal.

Todos estos anacronismos volvieron único a Virus: grupo “moderno”, sin duda, pero más allá de cualquier moda. Todos estos anacronismos seguramente tuvieron que ver con la edad de Moura y con sus horizontes culturales: Federico era un tipo fino y esto le ganó enseguida, incluso antes de que Virus grabara su primer disco, las simpatías de Renata Schussheim, Jean Francois Casanova y Lorenzo Quinteros (algo así como la “crema” del under de aquel entonces), quienes aparecen en los dos primeros clips de la banda; Federico, como Miguel Abuelo, era un “veterano” al frente de una banda que encarnaba lo nuevo, sólo que a diferencia del caso de Abuelo no tenía un pasado notorio en la escena del rock local, de modo que casi todos se asombraron tras su muerte al saber que no había nacido en 1955 o incluso en 1957, como a veces se afirmaba, sino el 23 de octubre de 1951, o sea, la misma fecha que Charly García.

Es comprensible que nadie sospechara esto, porque mientras Federico daba sus primeros pasos con Virus, Charly se disponía a desarmar su tercera banda (Serú Girán), y porque el mismo Charly desde Serú Girán llegó a mencionar a Virus como parte de las “nuevas olas” (en más de un concierto de Serú, exclamó “viva Virus” mientras cantaba ese tema en el que se veía a sí mismo como “parte del mar”, algo que pronto desmintieron los ochenta).

En el rock, por lo común, los nuevos grupos suelen fundarse cuando sus miembros rondan los veintipocos años, de forma que su prehistoria suele ser sinónimo de educación sentimental o musical. Lo de Virus fue distinto porque allá por el 1981, al lanzar “Wadu Wadu”, Federico tenía casi 30 años y un montón de experiencia acumulada. A los 11 ó 12 años de edad había fundado su primer grupo musical junto con Daniel Sbarra, décadas más tarde músico de Virus (ingresó en lugar de Ricardo Serra) e integrante, entre medio, de la banda francesa de Miguel Abuelo. A los 15 años, Federico ya era el bajista y segundo cantante del grupo Dulcemembriyo, que existió hasta fines de los sesenta y llegó a actuar en Bolivia. A comienzos de la década del setenta cursó materias de la carrera de arquitectura (lo mismo que su hermano mayor, Jorge, desaparecido por la dictadura militar), abrió una tienda de ropa llamada Limbo (el mismo nombre del grupo que creara Julio Moura en los noventa, mientras su hermano Marcelo fundaba Aguirre) y, alrededor de 1972 y de 1976, emprendió dos largos viajes por el mundo que lo llevaron, entre diversos destinos, a Londres, Nueva York, París y Rio de Janeiro.

El proyecto Virus comenzó a incubarse a fines de los setenta cuando, en un regreso aún no definitivo a la Argentina, Federico armó en La Plata con su amigo de infancia Mario Serra un grupo punk llamado Las Violetas, al mismo tiempo que montaba en Buenos Aires su segunda tienda de ropa: Mambo (“hay que mambo/hay todo un cambio…”, cantaría Virus). La carrera de Las Violetas fue muy breve, ya que Federico decidió establecerse en Rio de Janeiro, en la zona de Leblon, donde se volcó a diseñar artículos de cuero. Siempre en City Bell (La Plata), Mario Serra y su hermano Ricardo terminaron fusionando los restos de Las Violetas con Marabunta, banda integrada por Julio Moura, Marcelo Moura y Quique Mugetti. El resultado fue un grupo llamado Duro, cuya primera cantante, Laura Gallegos, no convencía del todo a los restantes músicos; así que, a fines de 1980, Julio y Marcelo viajaron a Brasil con el primer demo de Duro a ver si Federico se unía en calidad de cantante.

El nombre definitivo (Virus) fue puesto en enero de 1981, apenas Federico se sumó al proyecto y tras descartar otro que era “Virus y los antibióticos”. La formación que grabaría meses más tarde “Wadu Wadu” debutó el 11 de enero, el mismo día que Marcelo Moura cumplía 21 años, en la Asociación Universal de La Plata: calle 25 entre 57 y 58. Antes de Virus, la ciudad de La Plata había arrojado ya otras bandas de rock, en especial la surgida de una comunidad hippie allí instalada bajo el nombre de La Cofradía de la Flor Solar, por la que pasaron, entre otros, Kubero Díaz, Quique Gornatti, Morci Requena y un futuro Redondito de Ricota: Eduardo “Skay” Beilinson.

De los grupos importantes de los ochenta, los dos con mayores raíces en La Plata (Virus y los Redonditos de Ricota) mostraron estéticas bastante alejadas pero, al mismo tiempo, dos rasgos en común: elementos teatrales o hasta “cosas de cabaret” en sus primeros shows; los pies muy bien plantados en su tiempo pero, en simultáneo, “cómplices externos” ligados al final de los creativos años sesenta. Fue el caso de Rocambole con los Redondos. Fue, con Virus, el caso del letrista Roberto Jacoby, proveniente del mítico Centro Di Tella, y de su diseñador de tapas Daniel Melgarejo, quien había trabajado para la pionera discográfica Mandioca cuando Manal, Moris y Tanguito eran novatos.
Por su talento compositivo, Julio y Federico Moura no necesitaban imperiosamente de la ayuda de terceros; así y todo, los aportes de Jacoby como letrista resultaron invalorables, como se puede advertir si se compararn las letras de algunos temas en su versión primigenia y en la versión finalmente grabada.

La letra original de “Soy moderno, no fumo”, a medias entre Federico y Felisa Pinto, estaba bien y proclamaba con ingenio: “soy moderno/ no fumo más”. Pero Jacoby, aun cuando respetó el estribillo, tuvo la idea genial de jugar con las marcas de los cigarrillos por entonces en boga: “Ven son (Benson) tan particulares (Particulares) los cigarillos, el mal brota (Marlboro) de ellos como un volcán (Volcán). P’al mal (Pall Mall) que hacen son imparciales (Imparciales). Ojos colorados (Colorados), los dientes dorados (Dorados) de alquitrán (…) Yo que iba al club (Jockey Club) de la muerte, en un golpe de suerte (Lucky Strike) jugué al 43 (43/70) y sólo erré seis (R6). Che, Esther, filtrá (Chesterfield) el humo que en todo (Kent) está. Desconfío del camelo (Camel) de la publicidad”.

No es fácil hallar muchos otros casos de letristas “externos” (no miembros de la banda) en el rock argentino o mundial, tan afecto a la noción de “autenticidad” que lleva a que los intérpretes quieran cantar sólo lo que ellos mismos han escrito. Hay pocos casos de tándems en el reino de los “songwriters” (Bernie Taupin con Elton John, José Tcherkaski con Piero, Hal David con Burt Bacharach), hay pocos casos de letristas no-músicos en el rock argentino (Osvaldo Marzullo, Jorge Lencina, Roberto Mouro), pero es en el marco del tango (Cadícamo, Ferrer, los Homeros: Manzi y Expósito) donde habría que buscar antecedentes.

El caso de Jacoby fue excepcional, ante todo, por la calidad, la variedad y la continuidad de sus contribuciones: desde juegos de palabras (“Loco Coco” o la frase “en taxi voy, hotel Savoy” de “Sin disfraz”) hasta experimentos formales como “Bandas chantas arañan la nada", toda con “a”, mucho antes de los Orozco de Gieco (Machacan sanatas pavas al pasar / flacas papanatas, zarpadas / La gran transa avanzará / "La Balsa" adaptarán), desde guiños irónicos a Spinetta en “Caricia azul o soledad carmesí” (El alba es de mermelada / ¡Dame pan! / Tus pies son de almohada, nena / Mi pájaro estaba herido / Mi niño estaba dormido) o burlas a los lugares comunes de las letras de rock (“El rock en mi forma de ser”), desde escenas callejeras (“El 146” y esos “dos bultitos” que revientan la remera) hasta letras deliberadamente inconclusas (“es un viaje de placer, alquilado para…”, en “Tomo lo que encuentro”), desde alusiones a Oliverio Girondo hasta ese extraño caso de “El corazón destrozado de Francisco Quevedo", donde se citan dos estrofas del soneto "Es hielo abrasador" del poeta español: “Un andar solitario / entre la gente / Un desear solamente / ser deseado / y el fin / es el maldito amor / como el abismo / la tentación / por el contrario de sí mismo / Una atracción irresistible / hacia la nada”. También debemos a Jacoby dos retratos implacables del final de la dictadura, cuando los militares quisieron congraciarse con el rock y la juventud: “El banquete” y “Ay qué mambo”.

A tal punto letrista y banda estuvieron consustanciados que las dos letras que acaso condensan mejor la filosofía de Virus fueron escritas una por Jacoby (“hay que salir del agujero interior/ largar la piña en otra dirección”) y otra por Moura (“Densa realidad”). Ambas declaraciones de principios apuntan a lo mismo: “a la vida hay que hacerle el amor”, hay que romper con ese tono negrogrisazul que predomina en la calle. Con conocimiento de causa, Federico parece sumarse al anhelo de que la alegría no sea sólo brasileña.

Que el final de Federico Moura fuera trágico (el nombre de la banda resultó amargamente profético) no invalida ni empaña la apuesta vital de Virus. Del mismo modo que un viaje a Brasil signó el nacimiento del grupo, fue durante otro viaje a ese país, entre abril y mayo de 1987, cuando Federico se sintió mal y fue a ver a un medico que le recomendó la brasileña Zoca, pareja durante años de Charly García. El medico ordenó un examen de HIV que dio positivo. En su libro sobre Virus, Riera y Sánchez cuentan que “Roberto Jacoby escribió sus siete letras de las once de ‘Superficies de placer’ sin saber que Federico tenía Sida. Regresó a Buenos Aires sin saberlo y cuando volvió la banda de Brasil, nadie quiso decírselo. Sin embargo, la idea de la muerte está presente en sus canciones”.

En los meses posteriores, un grupo de periodistas especializados entablamos un pacto de silencio respecto de la enfermedad de Moura. Fue un pacto tácito, cabe aclarar. No hubo ninguna reunión para decidirlo. El único propósito fue que él pasara tranquilamente sus últimos días, sin que el sensacionalismo lo afectara. Mientras esto ocurría, Federico dejaba su legado: la decisión de que Marcelo ocupara su lugar como cantante y algunas letras que fueron grabadas por la nueva formación de Virus (sin él) en el disco “Tierra del fuego”. “Queda el silencio”, dice una de estas letras. El grupo le dedicó “Despedida nocturna” (con un cita a Alejandra Pizarnik: “la noche soy”), con versos de Jacoby que Federico llegó a leer poco antes de morir.~

viernes, 18 de enero de 2008

Charly García y la máquina de contar


Por Eduardo Berti

Hay ciertas canciones que podrían definirse como “narrativas”. Son aquellas cuyas letras nos cuentan una historia. “Madera noruega”, de Lennon y McCartney, es un ejemplo ilustrativo: no sólo empieza casi como una fábula (“Una vez tuve una chica...”), sino que posee personajes, desarrollo y desenlace. En este caso los protagonistas son anónimos, el narrador (yo) y la chica (ella), y la historia está narrada en primera persona. En otros casos también están los relatos en tercera persona: “Cachito, campeón de Corrientes”, de León Gieco, cuya la letra parece una obra en tres actos, con un inicio (el “señor del auto” que busca al boxeador), un clímax (el púgil, Cachito, es derrotado) y un final (vencido Cachito, el tipo del auto no aparece más).


El recurso de relatar una historia a través de una canción puede rastrearse en músicos tan disímiles como Silvio Rodríguez (“Cierta historia de amor”), Tom Jobim (“Chansong”), Los Twist (“Pensé que se trataba de cieguitos”), María Elena Walsh (“Manuelita”) o Rubén Blades (“Pedro Navaja”), por citar cinco canciones casi al azar. Una de las grandes virtudes de Charly García como letrista es la de haber inmortalizado numerosas historias y personajes, muchas más que el promedio de sus colegas, hasta haber creado una especie de pequeña comedia humana.

Cierta vez Pedro Aznar dijo que Charly es ante todo el gran cronista de esta sociedad, mientras Spinetta es un explorador de almas, de lo abstracto y lo intangible. No es un mal modo de oponer ambas poéticas. Por supuesto que Spinetta también plasmó personajes: Fermín, Ana (que no duerme) o el célebre Capitán Beto. Por supuesto que García, cuanto más se fue internando en los ochenta y los noventa, más abandonó las “películas” y las “pequeñas anécdotas” para ahondar en autorretratos. Que “Piano bar” abriera con “Demoliendo hoteles”, canción en la que casi todos los versos comienzan con “yo”, grafica bien este aspecto pero no invalida lo dicho por Aznar.

La etapa de Sui Generis es, sin dudas, más rica que otras en canciones con historias y personajes, tal vez porque fue un tiempo en que el procedimiento estaba en su auge. “El oso” de Moris, así como “El rey lloró” de Los Gatos, son fábulas vueltas canciones. El rock de fines de los 60 e inicios de los 70 se propone contar historias, tal vez bajo el influjo de la llamada “nueva canción”, y la sola nación de ópera-rock (o aun de “operita”, como “María de Buenos Aires” de Piazzolla y Ferrer) no hace más que evidenciarlo. Tan familiares nos resultan las canciones de esos tiempos, tantas veces las escuchamos o incluso las cantamos en algún fogón, que han pasado a formar parte del inconsciente colectivo y sus métodos ya casi no nos llaman la atención.

Por supuesto que no todas las canciones que presentan a un personaje están contándonos un cuento. “Eleanor Rigby” de los Beatles, más que narrar una historia, es una descripción brillante; la pintura prima acá sobre el relato. Lo mismo podría decirse acerca de “Natalio Ruíz” e incluso de “Peperina”, dos imborrables personajes de García. Aun cuando “Peperina” empieza con “Quiero contarles una buena historia...”, lo que sigue es el retrato de una chica “típicamente pueblerina”. En este par de canciones, al igual que en “Gaby” (tema de los inicios de Sui Generis) o en “El vendedor de muñecas de plástico” (La Máquina de Hacer Pájaros), lo que sucede es habitual en las letras de canciones: si hay un relato, éste se encuentra sumergido o sugerido. Uno intuye o deduce que “La bifurcada” de Memphis, por dar un ejemplo, alude a la historia de un amor que terminó muy mal. La historia entera, sin embargo, no está contada; lo que oímos equivaldría al soliloquio de un personaje teatral sacado fuera de contexto narrativo. Muchas letras de canciones operan así (más aún las que fueron compuestas para películas o comedias musicales y que encarnan, en rigor, un monólogo, como “Volver” de Gardel). Es menos habitual, en cambio, cuando la canción refiere la historia entera.

Pocos autores del rock argentino concibieron tantas historias y tantos personajes como Charly García entre 1973 y 1978. Con Sui Generis nos contó la historia de una familia disfuncional (“Mr Jones”), de la moral pacata de un edificio (“Mariel y capitán”) y de la censura en tiempos de Paulino Tato (“El señor Tijeras”), pero asimismo la fábula de amor de “Un hada, un cisne”, la alegoría política del “tonto rey” (imaginario o no) o la crónica de la emancipación de una adolescente en “Afuera de la ciudad” (grabado sólo años más tarde, primero por Nito Mestre y luego por Sui Generis en su reunión). Con La Máquina de Hacer Pájaros ofreció su versión de la historia de Marilyn. Con Serú Girán redondeó una de sus historias más interesantes (“Cinema verité”) donde un narrador en primera persona, oculto tras sus anteojos negros y sus auriculares, presencia cómo un millonario (“el tipo del Mercedes Benz”) seduce a “una chica tonta”. Igual estrategia se advierte años más tarde en “No soy un extraño”, donde un narrador que acaba de llegar a una ciudad (no se dice que es Nueva York, pero se deja entender) presencia cómo “dos tipos en un bar se toman las manos”.

Que el narrador de “Cinema verité” dijera en un verso “yo estoy con la máquina de mirar” resulta hoy mucho más que una tomadura de pelo circunstancial a un antiguo programa de TV (“Videoshow”) cuyo slogan era precisamente ése. El propio Charly de aquellos años nos parece, a la distancia,toda una “máquina de mirar”. Por no decir una implacable máquina de contar historias. ~

jueves, 27 de diciembre de 2007

Luca Prodan: al derecho, al revés


Por Eduardo Berti

Si Sumo era una banda atípica y de ruptura en 1985, al dar a conocer Divididos por la felicidad (su debut “oficial”, tras la edición independiente de Corpiños en la madrugada), más lo era al dar sus primeros pasos, antes aun de la guerra de Malvinas. En varios aspectos fundamentales, Sumo iba a alegre contramano de lo que se tenía que hacer según los códigos implícitos del rock argentino: su líder, Luca Prodan, cantaba en inglés y era totalmente pelado; el grupo no ponía en el centro a un guitarrista virtuoso (aún faltaba tiempo para el ingreso de Ricardo Mollo); una mujer (para colmo extranjera) tocaba la batería, y la formación instrumental llegó a incluir a dos bajistas.

En cuanto a las influencias musicales, poco y nada tenían que ver con lo que predominaba en aquel momento. Nacido en Italia, educado en Gran Bretaña (en un colegio pupilo high class del norte de Escocia, el Gordonstown College, al que asistían el príncipe Carlos y el príncipe Andrés), Prodan se reconocía heredero de una tradición que hasta entonces casi nadie había sabido interpretar en la Argentina. El “rock nacional” (como se llamaba entonces) había estado influido desde sus inicios por el flower-power hippie, la psicodelia, el sinfonismo, el folk o el hard-rock, entre otras corrientes. Hasta la llegada de Luca nadie había recogido, por ejemplo, el guante del rock decadente que Lou Reed acuñara, a fines de los sesenta, contra los sueños californianos de “paz y amor”. No es casual que muchos músicos surgidos en los ochenta (sobre todo, punks y darks) reconocieran como sus modelos a grupos y solistas que no había estado presentes en el célebre festival de Woodstock (aquelarre del hippismo) y que en cambio, ya en 1969, criticaban con agudeza ciertas posturas contraculturales. Si el himno hippie era Deja que entre el sol, desde Nueva York llegaba la respuesta de Lou Reed: “¿Quién ama el sol? ¿A quién le importe que haga crecer las plantas? ¿Quién ama la lluvia? ¿A quién le importa que haga crecer las flores?”.

Los músicos que entusiasmaban a Prodan, allá por 1981, lejos estaban de ser populares en Buenos Aires o de marcarle el rumbo a los artistas más importantes del rock local: el aún no rescatado Jim Morrison y The Doors, la primera etapa de Todd Rundgren o David Bowie, el folk psicodélico del magnífico John Martyn o del hoy más frecuentado Nick Drake, la audacia de Captain Beefheart, el rock progresivo de Van der Graaf Generador y de Peter Hammil (Hammill era, a juicio de Luca, el gran precursor del punk, a tal extremo que Johnny Rotten le había “copiado la forma de cantar”) o inclusive el misterio de Joy Division (banda cuyo nombre se reconoce en el título del disco de Sumo: Divididos por la felicidad). Al margen, Prodan introdujo el reggae en la Argentina (como Manal lo hiciera con el blues, podría decirse trazando una analogía), y los shows que alrededor de 1982 brindaba la Hurlingham Reggae Band (una de las agrupaciones paralelas a Sumo, lo mismo que otra llamada Ojos de Terciopelo) contaron, entre el público, con futuros integrantes de Los Pericos y de otros grupos similares.


Es muy probable que para darle la espalda al rock argentino y a su tradición de menos de veinte años, sí, pero ya bastante consolidada, a Sumo le fuese muy conveniente la condición extranjera y la actitud cosmopolita de Luca Prodan, proveniente una familia que era toda una mezcla de culturas: madre escocesa, padre nacido en Turquía pero de ascendencia italiana y experto en arte chino… Para un “rock periférico”, la presencia de un tipo que aseguraba haber conocido al ya mencionado Johnny Rotten o a los miembros de The Police era, por lo menos, fabulosa. Desde su doble estatus de “no periférico” y de outsider, Luca pudo y supo hacer cosas próximas a la herejía. Nada más bienvenido en una cultura que, como la del rock, necesita reinventarse periódicamente.

El rock argentino no había tenido ni tendría su terremoto punk, no al menos con la potencia que lo tuvo el rock sajón. Por supuesto, hay que mencionar a Los Violadores. Pero, a inicios de 1982 (mientras Sumo aún se daba lentamente a conocer y Serú Girán se disolvía con gran pompa), las figuras centrales, salvo excepciones como Virus, eran más o menos las mismas de una década atrás, si bien en ciertos casos reconvertidas o actualizadas como sucedía con Miguel Cantilo o con Raúl Porchetto. “Era como seguir viendo Lassie mientras daban Miami Vice”, bromeó alguna vez Roberto Pettinato, saxofonista de Sumo y, poco antes de eso, uno de los primeros periodistas especializados (junto con Alfredo Rosso, compañero de la revista Expreso Imaginario) en interesarse en Luca Prodan y en su banda.

El período 1982/83 trajo la primera gran renovación en el seno del rock local (la primera desde el masivo desembarco de la camada de los “acústicos”, allá por 1972) y, dentro de ese contexto, Sumo fue quizás el grupo que encarnó más visiblemente la idea de ruptura. En su libro sobre Luca (“Un ciego guiando a los ciegos”, 1991), el periodista Carlos Polimeni cuenta una anécdota bastante ilustrativa: Sumo está tocando en un festival, en 1982, y el público de Riff empieza a corear el nombre de Norberto “Pappo” Napolitano; sin inmutarse, Prodan toma el micrófono, pregunta quién es ese tal Pappo y lanza: “¿Pappo? Yo le juego una carrera tomando vodka hasta Rosario… A ver quién gana”. “Nadie en ese entonces osaba pararse así ante las fanáticas huestes metaleras”, escribió Polimeni. “Con eso los mató”, dijo alguna vez el guitarrista Germán Daffunchio.

En su calidad de outsider temerario, Luca fue al estatus quo (incluso el maldito) del rock local algo así como lo que el polaco Witold Gombrowicz fue al estatus quo literario argentino de los años cuarenta y cincuenta. La imagen de Gombrowicz dándole la espalda a la revista Sur, tildando a la obra de Jorge Luis Borges de "compleja, estéril, aburrida y poco original” o a los borgeanos de “batallón de estetas” se corresponde con la de Luca, espetándole a un muy joven Fito Páez “ah, yo pensaba que vos eras el hijo de Charly García y Nito Mestre”, afirmando de una hermosa canción como “El anillo del capitán Beto” (Spinetta con Invisible) que “eso no es rock” (más tarde llegó a decir que le gustaba mucho “Barro tal vez”, del mismo Spinetta) o mascullando “en Argentina el rock no existe, son unos tarados”. Ambos, el “tano” y el “polaco”, fueron dos outsiders que se metieron con lo intocable. Y, por supuesto, para que el mito fuese completo era necesaria una mutua incomprensión. “"No nos gustó, lo descubrimos más tarde", diría Silvina Ocampo de Gombrowicz. “Al principio no lo pesqué”, diría Charly García a mediados de los noventa, consultado sobre Prodan.

La llegada de Luca a la Argentina tuvo mucho de azaroso (como también, de hecho, la de Gombrowicz, pasajero de un trasatlántico que hacía su viaje inaugural y cuyo arribo a Buenos Aires coincidió con el estallido de la Segunda Guerra Mundial). Tras siete años de vivir en Gran Bretaña, Prodan empezó a tomar heroína y sufrió un grave coma hepático. Intentó volver a Italia, pero era desertor del servicio militar, así que debió pasar un par de meses en la cárcel. Al salir de la cárcel se reencontró con un amigo argentino que había sido su compañero de colegio en Escocia: Timmy Mac Kern, futuro manager de Sumo. La madre de Timmy vivía en Hurlingham; Timmy vivía en Córdoba con su mujer y sus hijos. “Vi una foto… Yo estaba en plena heroína… Y vi esa foto de Timmy con su esposa, las nenas, y la perra parada en dos patas, y me dije: ¡basta, ya no puedo vivir así! Entonces le escribí a Timmy preguntándole si podía venir a la Argentina”, contó Luca, en 1985, en una entrevista que le hiciera Nora Fisch.

Córdoba y Hurlingham fueron no sólo los centros de desintoxicación de Prodan (en la Argentina de esos tiempos no había heroína y esto fue determinante para que Luca viniese), sino también los lugares donde cobró cuerpo el proyecto de Sumo, primero y principal un grupo de amigos. Tras vivir en esos dos sitios, tras pasar después un tiempo en El Palomar (en la casa de Jorge Crespo, otra persona clave en la trastienda de la banda), Luca finalmente se estableció en Buenos Aires, anduvo por el Abasto y transcurrió los últimos momentos de su vida en una suerte de pensión o de casa comunitaria en la calle Alsina entre Defensa y Bolívar, pleno barrio de San Telmo. Miope y sin anteojos (ni lentes) en una ciudad borrosa que para colmo no le era familiar, se erigió en un prototipo de extranjero que ve (que nos ve) de manera diferente. Con Luca aprendimos a leer con ironía la frase “disco es cultura” que iba impresa en las tapas de los discos; con Luca pronunciamos con simpática extrañeza los nombres de ciudades como Chivilcoy o de barrios como Chacarita; de boca de Luca leímos que “los argentinos, cuando cocinan, le ponen orégano a todo…”. En cuanto a su arte, nada más exacto que la metáfora del murciélago que ve (y que es visto) al revés. “Yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos”. Ruptura y sentido contrario.

Sería injusto afirmar que Sumo fue la única banda que rompió con lo precedente. Lo más indicado sería poner a Prodan y compañía en el marco del underground que surgió con el fin de la dictadura militar y cuyo epicentro estaba principalmente en dos boliches, Zero y Einstein, uno de ellos ubicado nada lejos de la mítitca Cueva de la avenida Pueyrredón que, unos quince años atrás, había cumplido un rol no tan distinto. Con un grupo como Los Twist, Sumo compartía cierto desparpajo, cierta anti-solemnidad. Con alguien como Horacio Fontova (compañero de actuaciones en aquellos primeros tiempos), Luca compartía un peculiar sentido del absurdo (una falta de miedo al absurdo, mejor dicho). Pero en Sumo había, además, una alta cuota de lo que Aristóteles hubiese llamado pathos. Y esta mezcla (la emoción de “Heroína”, el sarcástico jolgorio de “Noche de paz”) era única.

Una mezcla parecida definió acaso la compleja personalidad de Prodan: para unos tierno, para otros temible. En su libro de recuerdos sobre Sumo (La jungla del poder, 1993), Roberto Pettinato cuenta cuando vio por fin, en directo, años después de la muerte de Luca, una pelea de sumo: los luchadores, fuertes y fofos a la vez, le hicieron pensar en Luca. La periodista Nora Fisch, que lo conoció muy bien, lo retrató como un “personaje paradojal”: “Luca es feo, zarpado, sucio y está loco. Un ‘duro’. Pero al mismo tiempo destila ternura, honestidad, lucidez. Se vuelve lindo.”

Prodan no sólo parecía dispuesto a disfrazar su ternura (o su dosis de “malinconia”), también borraba las huellas de una cultura más rica y sólida de lo que dejaba entrever. A su vasta información musical (llegó a trabajar en la casa de discos Virgin, en Gran Bretaña), a su gusto por el cine (dos de su hermanos se desempeñaron en ese ámbito), hay que añadir sus lecturas de J.G. Ballard y otros autores de ciencia ficción, de Aleister Crowley (un hombre pelado que soñaba con ser poeta y llegó a autoproclamarse “el hombre más malvado del mundo”) o de la novela “En Patagonia”, del incansable viajero Bruce Chatwin (historia con la que, sin dudas, tuvo que identificarse).

Si bien pertenecía al “underground 1982/83”, Sumo vio llegar su debut discográfico “oficial” con una demora importante. Corpiños en la madrugada, su primera grabación, puesta a la venta de forma independiente (editada por Silly Records en formato de casetes y con una tirada de tan sólo 500 ejemplares), data de 1983; el debut en el sello CBS, con Divididos por la felicidad, ocurrió en 1985, el mismo año en que también debutaban (con su disco Gulp!) Los Redonditos de Ricota, salían a la venta otros álbumes importantes como Nada personal (Soda Stereo) y Giros (Fito Páez) y, por primera vez, no editaban ningún trabajo discográfico ni Charly García ni Luis Alberto Spinetta.

Que Prodan cantase en inglés tuvo bastante que ver con esta demora en dar el salto a un sello discográfico y, por lo tanto, en alcanzar cierta masividad. El grupo estaba poniéndose a punto cuando estalló la guerra de Malvinas y en los medios argentinos (en las radios, en especial) se dejó de pasar música cantada en inglés. En su libro sobre Luca, Polimeni cita unas declaraciones del bajista de Sumo, Diego Arnedo (“cuando escuchaban que Luca cantaba en inglés invariablemente respondían: Flaco, ¿estás loco? ¿Querés que me rompan todo el bar?”), y evoca también una noche en el desaparecido Stud Pub de avenida del Libertador. “Luca salió a cantar ante un público básicamente cheto con un colador en la cabeza. Le dijeron algo y respondió en su cocoliche: Sí, yo canto en inglés, pero soy italiano, men, y ¿quieren que les diga? Las Malvinas son italianas. ¿Saben por qué tengo un colador en la cabeza? Porque los italianos van a bombardear, pero con fideos”.

Tras la grabación del primer disco para CBS, entre octubre de 1984 y enero de 1985 y bajo producción de Walter Fresco, vino la etapa más conocida. El disco, que vendió de arranque más de 10 mil copias (cifra entonces excelente para una ópera prima) se presentó con tres conciertos a sala llena en el teatro Astros, el 10 y 11 de mayo del 85. A fin de ese año, del 6 al 8 de diciembre, Sumo volvió a tocar en el mismo teatro, ahora con el pretexto de anticipar el material de su segundo álbum. Entre medio hubo decenas de shows y una actuación poco menos que consagratoria en la cancha de Vélez, en el festival Buenos Aires Rock & Pop (11, 12 y 13 de octubre) compartiendo cartel con los entonces incipientes INXS, el bluesman John Mayall, la alemana Nina Hagen, los españoles de La Unión y lo más granado del rock local: Charly García, Los Abuelos de la Nada, Virus, Fito Páez, Zas, Juan Carlos Baglietto, Soda Stereo, La Torre y G.I.T.

Luego de ser el grupo revelación en la edición ‘86 del festival cordobés Chateau Rock, Sumo grabó entre marzo y abril su segundo álbum. Le pusieron Llegando los monos, una frase con la que solían promover sus primerísimos shows, a los gritos, como vendedores callejeros. La presentación en vivo (el sábado 9 de agosto de 1986, el estadio del club Obras Sanitarias, la llamada “catedral del rock”) fue, se coincide en afirmar, el punto más alto en la carrera de la banda. Le siguió un show compartido con el trío brasileño Os Paralamas Do Sucesso, el 15 de noviembre, también en el estadio de Obras. A partir de entonces la salud de Luca empezó a declinar. En lugar de la heroína se había aferrado al alcohol.

Se cuenta que Luca se distanció un poco, de allí en más, de los demás miembros de Sumo, acaso para beber sin que ellos lo controlaran ni se inquietaran, acaso porque le costaba seguir el ritmo de los ensayos y los shows. En la presentación del tercer y último disco “oficial” (After Chabón), en octubre de 1987, nuevamente en el estadio Obras, Prodan estuvo algo errático y hasta hizo falta escribirle grandes carteles para que recordara las letras de las canciones.

Cuando Luca murió, dos meses después (el 22 de diciembre de 1987, a los 34 años), Sumo no había perdido su alta cuota de novedad. El discurso y la actitud del grupo apenas si se habían atemperado un poco. El grandilocuente “¿Por qué te pelaste? Por el asco que da tu sociedad” (“La rubia tarada”) había dado paso al más prosaico “Me pelé por mi trabajo” (“Mañana en el abasto”) aunque, en verdad, en aquella misma canción, casi enseguida, Luca hablaba de “la gente que me da asco”. Si hubo un proceso en los vertiginosos años de la banda, éste no fue el de la estandarización, mucho menos el de domesticación, y sí, en cambio, el de la inevitable (y muy interesante) “argentinización” de Prodan.

De las primeras canciones de Sumo, las que obtenían mayor repercusión eran aquellas escritas y cantadas en castellano. En Divididos por la felicidad sólo hay dos: “La rubia tarada” y “Mejor no hablar de ciertas cosas” (un excelente tema del Indio Solari que llegaron a tocar los Redonditos de Ricota, en cierto sentido el grupo que mejor tomó la posta de Sumo tras la muerte de Prodan). En Llegando los monos hay tres: “El ojo blindado”, “Que me pisen” (con su mezcla de candor y acidez) y “Los viejos vinagres” (una de las pocas canciones de Sumo de las que Prodan llegó a renegar). En After chabón la suma se eleva a cinco: “Mañana en el abasto”, “Lo quiero ya” (toda una declaración de principios), “Banderitas y globos”, “El cieguito volador” y buena parte de “Noche de paz”, una versión furiosa del villancico navideño, que recuerda a lo que los Sex Pistols perpetraron con “My way” (“A mi manera”) o los Damned con “Help “, de los Beatles.

“Mañana en el abasto” merece un párrafo aparte porque es, sin dudas, lo más lejos que llegó Luca en su proceso de porteñización, truncado por la muerte. Desde “Avenida Rivadavia” y “Avellaneda Blues”, del trío Manal, o desde “El mendigo del dock Sud” y ‘Tengo cuarenta millones”, de Moris (es decir, desde principios de los años setenta), la ciudad de Buenos Aires no aparecía de manera tan palpable y descarnada en una canción del rock argentino. Ciertos detalles de la letra de Luca son memorables: los tomates podridos, “José Luis y su novia”, el hombre con su botella de Resero, las bares tristes y vacíos por el inminente cierre del mercado del Abasto…

En paralelo hubo diversos recursos, si no estrategias (tanto por parte de Prodan como por parte del público), para que los temas en inglés no fueran inabordables o intangibles. Podría mencionarse, del lado de Luca, la astucia de intercalar pequeñas “viñetas” en castellano dentro de las canciones en inglés: la frase “Burruchaga es un pescado” en medio de una letra en inglés ( “No tan distintos”) o la inesperada cita a un jingle de champú (“Soltate con Wellapon, soltate”) dentro de una canción nada graciosa como “Heroína” (sin hablar de la paradoja de un jingle de champú cantado por… un pelado) son apenas dos ejemplos. Otra medida efectiva, del lado de Sumo, fue grabar un tema como “Fuck you”, con una letra en inglés, es cierto, pero mínima y totalmente comprensible. (No por casualidad,“Fuck you” era el tema en inglés que más impactaba). En cuanto al público, su forma de borrar la barrera idiomática consistió en adaptar fonéticamente letras como, por ejemplo, la de “Next week” (La semana próxima) hasta convertirla en “Nesquick”. Rápido de reflejos, Prodan incorporó esa “traducción” añadiéndole una estrofa al tema: “Dale nena, dame Nestquick, quiero tu Nestquick…”.

En cuanto a las letras de Prodan en inglés, acaso la más sensible haya sido “Time, Faith, Love” (Tiempo, fe, amor), que permaneció inédita por años: “Una chica llamada Tiempo emprendió un largo, largo viaje y nunca regresó. Un chico llamado Fe cambió de parecer, pero lo hizo cuando ya era tarde. Y una chica llamada Amor apareció volando, se metió en mi piel sin hacer el menor ruido, y cada vez que la veo siento su presencia potente y cercana…”. Muchas otras, en cambio, se apartan de la fábula y tienen bastante de confesión: “Los días felices se quebraron pero así es la vida” (“Heroína”), “Los domingos. más que nunca, cuando noto que ya no estás, me siento lleno de temor” (“Percussion baby”).

Diversas personas que conocieron a Luca (desde Carlos Polimeni hasta Jorge Crespo) han coincidido en señalar no pocos paralelos entre la vida de Prodan y la del personaje del cuento “El perseguidor”, de Julio Cortázar. Como Johnny (inspirado, se sabe, en el jazzman Charlie Parker), Luca estuvo “tocando mañana” (adelantándose a una estética que en breve sería más frecuente) y persiguiendo/burlando a la muerte.

Así como la llegada de Luca a la Argentina coincidió con un momento de transformaciones en el rock local, su muerte (sumada a las de Miguel Abuelo y Federico Moura) marcó simbólicamente el final de toda una etapa. Jóvenes sobrevivientes, los otros miembros de Sumo prosiguieron su carrera musical (como lo prueban Las Pelotas, Divididos o hasta el fugaz Pachuco Cadáver), no sin antes dar las hurras y rendir tributo a Luca en el festival Chateau Rock 1988. La clausura de aquel show en Córdoba llegó, de manera atinada, con una escueta y furiosa versión de “Fuck you”. Todos estaban por dejar el escenario cuando Pettinato exclamó: “Puta madre… ¿Por qué se tiene que acabar todo lo hermoso?”. Los graffiti con la frase “Luca vive” (o “Luca not dead”), multiplicados por cientos de paredes del país, han querido menos desmentir lo inevitable que expresar la huella imborrable del paso de Luca por estas tierras. ~

lunes, 24 de septiembre de 2007

Apuntes sobre tango y rock argentino

Salvador Biedma (periodista, hombre de letras y gran amante del rock) tuvo el gesto de enviar los siguientes “apuntes” especialmente para el sitio Rockologías, tras leer los textos ya publicados en torno al vínculo entre el rock argentino y el tango “El presente artículo no aspira más que a señalar determinados “olvidos” frecuentes y a plantear unas escuetas líneas, atender a ciertos detalles, que, si acaso valen la pena, otros sabrán llevar a buen puerto”, ha escrito Biedma a modo de introducción.



Apuntes sobre tango y rock argentino

Por Salvador Biedma

DEL MARGEN AL CENTRO

Hay un hecho famoso en la vida del compositor, arreglador y guitarrista Rodolfo Alchourron que lo instala de lleno en la escena del rock: colaboró en los arreglos orquestales de “Laura va”. Sin embargo, el vínculo que él tendió, desde su extracción jazzera, entre el tango y el rock no se queda ahí. También colaboró con Miguel Abuelo, Moris, Aquelarre y Arco Iris, entre otros. Con Litto Nebbia tuvo una relación regular y muy fértil; no sólo hizo arreglos en los que se nota claramente su intervención sino que, además, Nebbia canta en el disco Sanata y Clarificación Vol. 2.


En relación con el tango, Alchourron se opuso siempre al conservadurismo, a esos gestos grotescos que pretendían reivindicar los aspectos más desagradables de la mitología tanguera. En este sentido, no sólo compuso música sino que, además, se despachó con algunos textos teóricos casi desconocidos que dan cuenta de una lucidez extrema.

Alchourron fue guitarrista de Piazzolla y eso alcanza para decir que veía al tango como una música viva, moderna, que debía buscar nuevas formas para los nuevos tiempos. Eso queda claro en la letra de su tema “Foto marrón”, en el que, irónicamente, dice “A ver, cantor, tanguero de ayer, / ¿qué vas a hacer con tus tangos de avería, / con tus modales de canchero ganador?” y “A ver, cantor, pretérito tanguero, / ¿podés dejar de jugar al compadrón?”.

Alchourron estuvo en contacto con muchos músicos provenientes del jazz que supieron acercarse al tango, a la música popular (por no utilizar la palabra “folklore”) y al rock. Entre otros, se puede citar a Bernardo Baraj, a Dino Saluzzi y a Rodolfo Mederos. Sin embargo, vale detenerse en una figura a la que suele dejarse de lado y que ha desarrollado una tarea invalorable en la música: Norberto Minichillo.

La incorrección política de Minichillo y su perspectiva desestructurada le valieron muchas reprobaciones en el mundo del jazz y, ni hablar, entre los tangueros puristas. La versión de “Tinta roja” que se incluyó en el disco Tocatangó, de El Terceto, con su voz y su batería, sin ningún otro instrumento, sería tan inadmisible en ciertos ámbitos conservadores como esta declaración que hizo Minichillo: “Al tango, en cierto sentido, lo utilizan o lo utilizaron los milicos y la policía. Se han apropiado de él algunos poderes reaccionarios. Entonces, el tango es sospechoso; visto desde donde lo toma el poder, para mí, es sospechoso”.

Recuerdo que alguien dijo, hace unos años, luego de leer una entrevista a Minichillo, que encontraba en sus palabras lo que buscaba (sin éxito) en las nuevas generaciones del rock. Con esto en mente, no es difícil explicarse por qué Los Fabulosos Cadillacs invitaron a este músico (cantaba y ejecutaba la batería, el piano y la marimba) a grabar en La marcha del golazo solitario y a participar en varios shows. Posteriormente, Flavio (el bajista de los Cadillacs) lo tomó como padrino de sus primeros discos solistas.

El trabajo de Alchourron y Minichillo (se pueden sumar otros, como los que ya se nombraron) parece trazar un puente irregular e indirecto, desde el jazz, entre rock y tango. Sin embargo, la labor de estos músicos ocupa hoy un lugar central porque abrieron el camino a una enorme cantidad de músicos que siguió sus huellas y trama un vínculo mucho más directo y más desestructurado entre tango y rock (muchas veces, con el jazz de por medio), cercano a lo que puede ser el movimiento de la MPB o del tropicalismo en Brasil o, en Uruguay, el trabajo de Rubén Rada, Eduardo Mateo o Jaime Roos.

LAS NUEVAS OLAS

Un “olvido” frecuente a la hora de analizar el vínculo entre el tango y el rock pasa por una serie de músicos de extracto rockero que se han volcado al tango sin que ello implique, necesariamente, dejar de lado el rock. Tal vez las figuras paradigmáticas en este sentido sean Daniel Melingo, Fernando Samalea y Omar Mollo. También se puede hablar de los matices tangueros que Palo Pandolfo imprimió en Los Visitantes y en otras bandas o de Che Chino, proyecto de tango paralelo a Las Manos de Filippi.

En un escenario complejo, son realmente muchos los proyectos que, surgidos a partir de los ’90, se paran de distintas maneras entre el tango y el rock. La Chicana, por ejemplo, se presenta como una “banda de tango” que acepta, ya desde esa identificación, matices rockeros y se permite, entre otras cosas, nombrar a Manal o cantar “no es un cuento de los ’20, / ya existía el rock and roll” y “era un lumpen ilustrado / de lecturas trascendentes, / chorro, pero budista, / más del tango que del rock”. A su modo, Pequeña Orquesta Reincidentes también abreva del tango, la milonga y el rock para armar un cóctel explosivo con la música de los Balcanes.

También hay grupos que, sin eludir algún que otro tinte rockero, imitan a formaciones de tango históricas. En esa vereda, se destacan Las Muñecas, un conjunto de guitarras al estilo de las que acompañaban a don Carlos Gardel. También está la Orquesta Típica Fernández Fierro, dedicada a emular a las orquestas de tango de los ’40, cuando era imprescindible –por una cuestión de volumen– que varios instrumentos tocaran las mismas notas al mismo tiempo. Con la aparición de los amplificadores, esas formaciones se volvieron fútiles y redundantes y habría que ver si, a esta altura, tiene sentido recuperarlo.

Daniel Melingo


Obviamente, se podría ahondar mucho más en lo que cada uno de estos conjuntos propone y en propuestas de tipo similar, pero no es la intención de este artículo. Lo que no se puede dejar de lado es que Daniel Melingo, durante la década del ’90, condujo un programa que establecía explícitamente un vínculo entre tango y rock. Se llamó Mala yunta.


HABLANDO DEL TEMA

Como los análisis de la relación entre el rock y el tango suelen agotarse antes de entrar en la década del ’90 (acaso porque veinte años no es nada), suelen reiterarse las citas de letras de Spinetta, García, Páez o Nebbia, a las que, obviamente, no hay que restarles importancia. Sin embargo, cabe hacer un repaso somero y superficial por algunas letras que aparecieron luego.

Resulta llamativo que no se suelan citar versos de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, cuyas letras han abrevado bastante del lenguaje tanguero. Ya en los ’80, en el disco Bang, bang, estás liquidado, el tema “Ropa sucia” hacía referencia al tango en forma explícita. Poco después, en el primer disco que la banda edita en la década del ’90, aparece un verso de lo más llamativo: “Sos un aristócrata de cotillón”. Quizá parezca descabellado, pero se puede pensar en el vínculo entre ese verso y uno de “Pompas de jabón”, el tango de Goyeneche y Cadícamo, que dice: “bailás luciendo cortes de cotillón”. Si el vínculo puede parecer caprichoso en un caso así, resulta indudable la relación entre el final de “¡Lobo, ¿estás?!” y un verso de “Niño bien”, el tango de Juan A. Collazo y Víctor Soliño que cantaba Tita Merello: la frase “la vas de bailarín” aparece, idéntica, en ambos temas. Además, en El tesoro de los inocentes, en el fade-out final de “El charro chino”, Solari grita “Locos, locos, locos de amor” de tal modo que es muy difícil no asociarlo a “Balada para un loco”.

Divididos, por su parte, no sólo canta en “Cuadros colgados” que “no era tango ni era rock” sino que, además, en el disco Otroletravaladna, hace una parodia de ciertos clichés tangueros con “Volver ni a palos”. En esa letra incluso dan una pista sobre la procedencia y el significado del título de su primer disco: 40 dibujos ahí en el piso.

León Gieco, que había grabado la versión original de “Sólo le pido a Dios” acompañado por el bandoneón de Dino Saluzzi, se anima en los ’90 a mencionar al tango como referencia en “Los Salieris de Charly”. Dice: “Troilo y Grela es disco cabecera, / siempre mencionamos a Pugliese”. Años después, en el disco Orozco, se animaría a grabar un aire de tango con letra de su mujer y música de Luis Gurevich.

En el segundo disco de Los Caballeros de la Quema, de 1994, se menciona tres veces la palabra “tango”. Los temas en los que aparece son “Apila Desgracia”, “La noche que me echaste” y “Zapping”, que dice, en referencia a Nacha Guevara, “heavy tango, se ahorca un bandoneón, / te esperan en el horno / Pichuco y Bon Scott”.

En 1995, Almafuerte edita su primer disco, Mundo guanaco, y hace una versión metalera del tango “Desencuentro”, que se suma a la versión de “Cambalache” que había grabado Hermética en el disco Intérpretes, de 1990. En 1999, en el disco A fondo blanco, Almafuerte incluye un tema de título piazzolliano: “Tangolpeando”.

El primer disco de Los Piojos, editado en 1993, incluía una versión rockera de “Yira-yira” (como se ve, si buena parte del rock rendía pleitesía a la forma de interpretar de Goyeneche, Discépolo, en tanto compositor, no se quedaba muy atrás). A eso se sumó, en Tercer arco, un aire de tango titulado “Gris”.

A la banda platense Estelares se la ha vinculado en varias ocasiones con el mundo del tango. Esa asociación no es gratuita; sobre todo, si se tiene en cuenta que tanto Manuel Moretti (el cantante del grupo) como Víctor Bertamoni (el guitarrista) tocaron durante algunos años en un conjunto tanguero. La canción “Camas separadas”, editada en Amantes suicidas, es un tango hecho y derecho y a eso se suma, más allá del clima de muchas canciones, la referencia a “un Contursi maleante” en “Un día perfecto”, de Sistema nervioso central.

Los puentes entre tango y rock siempre han sido complejos y se simplifican en cualquier análisis (los análisis deben, necesariamente, simplificar las cosas). Desde fines de los ’80, ese vínculo tan amplio se ha vuelto más complejo y no se ha establecido un análisis medianamente completo del asunto, vacío que estos apuntes no pretenden sino señalar.

Todos lo sabemos: el tango está en Buenos Aires tan presente como el rock, aunque éste lleve menos años de ciudadanía. Por algo, Charly García cantaba “escucho un tango y un rock / y presiento que soy yo”.~

viernes, 21 de septiembre de 2007

Las letras del rock argentino


Por Eduardo Berti


¿Son poemas las letras de canciones? Una de las mejores respuestas la dio Luis Alberto Spinetta hace ya tiempo: "Me siento poético, más que poeta". La diferencia no es menor. Podría decirse que la poesía posterior al modernismo, aunque siempre atenta a la eufonía, pudo librarse de métricas estrictas. En cambio, las letras de canciones se han visto más prisioneras de métricas y cadencias musicales. La poesía del último siglo ha tendido más bien a la página escrita que a lo oral, dejándole este otro campo a la canción popular. Si los poemas son como los diálogos en las novelas; las letras de canciones son como los diálogos en el teatro o en el cine. Los primeros resuenan en la cabeza del lector; los segundos se hacen voz. Grandes poetas fracasaron al intentar escribir letras. Otros, por lo común más coloquiales, lo lograron: Prévert, Vinicius, Benedetti Cuando el novelista Graham Greene le encargó al compositor John Barry la adaptación musical de su novela Brighton Rock, se citó con él para enseñarle esbozos de letras escritas tras semanas de trabajo. Para Barry, ganador de dos Oscar, la reunión no fue sencilla. "Eran letras demasiado literarias y complejas. Tuve que decirle que escribir canciones no era su punto fuerte", contó después.

Para algunos, las mejores letras son las que se valen por sí mismas en un papel, como un poema. Esto no es verdad en todos los casos y el rock se ha ocupado de poner esta noción en tela de juicio: letras de Bob Dylan, Leonard Cohen o Randy Newman, por ejemplo, pueden leerse con placer al margen de la música, pero una letra efectiva como "Tutti Frutti" (Little Richard) no pasaría dicha prueba. Ocurre que en buena parte del rock lo sensorial impera sobre lo racional. Se trata, según el sociólogo Paul Yonnet, de una cultura "no verbal", y sus cultores son conscientes de ello: "A veces murmuro a propósito las palabras que no me parecen buenas. No creo que las palabras tengan tanta importancia" (Mick Jagger). Más acertado es lo que decía Spinetta hace unos treinta años: "Hemos hecho de las palabras algo para entender, cuando en realidad son aquello que simplemente está ahí y suena".

Spinetta, el mejor

Suele decirse que el primer gran letrista del rock argentino fue Spinetta. En rigor, antes de él, otros habían plasmado buenas letras, sobre todo Javier Martínez con Manal. A diferencia de otros movimientos de rock, el argentino debió medirse con un antepasado de alto nivel poético: el tango. Los padres de Litto Nebbia y Spinetta habían cantado tango semiprofesionalmente. En temas de Moris ("El mendigo del Dock Sud") o de Manal ("Avellaneda Blues"), la ciudad y el suburbio eran pintados de modo realista y con aciertos metafóricos: "La grúa, su lágrima de carga inclina sobre el dock". Una de las novedades de Spinetta fue su corte con el realismo (o con cierto paisajismo), aunque no del todo con el tango: la "voz de gorrión" de "Muchacha (ojos de papel)" es pariente de la "voz de alondra" en "Malena" (Manzi); en "A estos hombres tristes" hay ecos de "María de Buenos Aires" (Piazzolla-Ferrer). Si en Spinetta se detecta un ancestro tanguero, este es Homero Expósito, como llegó a afirmar Charly García. Ambos fueron influidos por el surrealismo; ambos se atrevieron con imágenes inusuales: " Los caballos del día sudan de pronto frente a mí" (Spinetta), " trenzas de color de mate amargo" (Expósito). Solo las primeras letras de Miguel Abuelo ("Mariposas de madera") pueden compararse por su osadía o por la manera en que fueron marcadas por la psicodelia.

Spinetta también aportó la novedad de nutrirse de lecturas heterogéneas: Carlos Castaneda, Carl G. Jung, Michel Foucault. Su uso nunca fue didáctico sino poéticamente libre. Un ejemplo es la "Cantata de puentes amarillos", parcialmente basada en cartas de Vincent Van Gogh. Allí recoge imágenes suscitadas por dicha lectura: " sombras del camino azul", "cipreses que vi s0lo en sueños".

Calificadas alguna vez de herméticas, las letras de Spinetta llegaron a extremos apasionantes. El disco que traía la "Cantata..." ( Artaud ) incluye "Por", una de las letras más originales de la historia del rock argentino: una serie de vocablos, todos sustantivos salvo el último ("árbol, hoja, salto, luz" hasta llegar a "por"), unidos por asociación libre. Y en el mismo álbum "La sed verdadera" muestra otro de sus recursos más usuales: el de dirigirse al oyente, apelándolo en segunda persona: "Sé muy bien que has oído hablar de mí ". En el caso de Spinetta (y de otros letristas del rock) se suele, en efecto, apelar al oyente, como un "hermano mayor" que da consejos: " abre un poco tu mente/ no te dejes desanimar" (García), " abre tu mente al mundo" (Spinetta).

La irrupción de García

Para la época en que Spinetta alcanzaba sus cumbres surrealistas, hacía su irrupción Charly García con el dúo Sui Generis. Las letras del entonces "Charlie" se limitaban al universo de la escuela ("Dime quién me lo robó") o del primer amor ("Estación"), pero en muy escaso tiempo, en consonancia con una generación que maduró a toda prisa, desembocaron en la sátira social ("Mr. Jones") o en la política ("Instituciones"). Las letras de la primera etapa de García (1972-1983) son, en esencia, narrativas: cuentan historias, desarrollan personajes. La tradición (también presente en Miguel Cantilo) había sido fundada a través de canciones-fábula como "El oso" (Moris) o "El rey lloró" (Los Gatos) y llegó, en tiempos de la dictadura, a la estrategia de la alegoría, útil para eludir censores: "Como la cigarra" (M. E. Walsh), "Tema de los mosquitos" (León Gieco) y ante todo la "Canción de Alicia en el país" (García con Serú Girán).

Pocos autores del rock argentino concibieron tantas historias y tantos personajes. Con Sui Generis contó la historia de la moral pacata de un edificio ("Mariel y el capitán") o de la censura en tiempos de Paulino Tato ("El señor Tijeras"), pero asimismo la fábula de amorde "Un hada, un cisne" o la alegoría política del "tonto rey" (imaginario o no). Con La Máquina de Hacer Pájaros ofreció su versión de la historia de Marilyn Monroe. Con Serú Girán redondeó una de sus historias más interesantes, "Cinéma vérité", donde un narrador en primera persona, oculto tras anteojos negros, presencia cómo un millonario seduce a "una chica tonta". Igual estrategia se advierte años más tarde en "No soy un extraño", donde un narrador que acaba de llegar a una ciudad ve cómo "dos tipos en un bar se toman las manos".

Así y todo, el último álbum en estudio de Serú Girán señala un corte. El García que todo lo observa se codea con el de "Llorando en el espejo", anticipo de lo que vendrá: la mirada más y más autobiográfica, la temática de la droga y del encierro. De la idea colectivista de "Bienvenidos al tren" se pasa a "no voy en tren/ no necesito a nadie alrededor". La primera persona ( " yo que nací con Videla") reemplaza al nosotros de Serú Girán.

Simplificando, podría afirmarse que a principios de los años 80 Spinetta era el poeta de lo intangible, que Nebbia era el intérprete de las "razones del corazón" ("No importa la razón", "Celoso", "Siempre hay alguien que se olvida de avisar") y que García era el gran observador de la realidad. Desde luego, Spinetta supo hablar de cuestiones más concretas ("Me gusta ese tajo", "Resumen porteño"), así como García incursionó en lo existencial ("Desarma y sangra"), pero no se equivocó Pedro Aznar al tildar al primero de introspectivo y al segundo de cronista. En otras palabras: mientras que Spinetta está atento a buscar, García está atento a encontrar.

Cambio

El final de la dictadura (más la guerra de Malvinas) marcó un corte que el rock no pudo ni quiso rehuir. Entre los nuevos cantautores se destacó de inmediato Fito Páez, al principio como miembro de banda de Juan Carlos Baglietto y enseguida como solista. Extraordinariamente precoz, Páez fue recibido como el gran heredero de las mejores tradiciones del rock local: Nebbia ("La vida es una moneda"), Spinetta ("Alguna vez voy a ser libre"), García ("Cuervos en Casa Rosada"). Con el tiempo, claro está, estas y otras influencias ("Lo del tango es una idea que me ronda aunque no quiera") se cristalizaron en un estilo musical propio. Lo mismo en cuanto a las letras: de intensas historias dramáticas o de claro cuño autobiográfico, fue pasando a otras no menos densas pero sí menos lineales, en sintonía con un rasgo central en la década del ochenta: la fragmentación.

"Instantáneas" (grabado a dúo con Spinetta, en La la la ) ilustra bien esto de la fragmentación: imágenes que desfilan (como una serie de fotos) sin conexión absoluta ni intención narrativa. El precursor del estilo fragmentario en el rock argentino, o por lo menos el primero en usarlo con éxito alrededor de 1984, fue Miguel Mateos con el grupo Zas: algunas de sus letras parecían el guión de un videoclip.

Pasado el auge de la fragmentación, dos grupos marcaron el final de la década del ochenta y el inicio de la del noventa: Soda Stereo y los Redonditos de Ricota. Sus diferencias musicales pueden compararse con las que, a principios de los años setenta, oponían a Almendra y Manal. En ambos casos, llamativamente, los dos grupos demostraron un especial cuidado por las letras.

El Indio Solari, cantante de los Redonditos, dijo alguna vez que el pop suele emplear palabras de sonoridad llamativa: "rigor", "temblor". Esto se detecta en no pocas letras que Gustavo Cerati escribió para Soda, donde tampoco es raro, en canciones de fondo erótico, el empleo de un lenguaje más elevado que lo usual dentro del rock ("con mis dientes rasgaré tus medias", "duermes envuelta en redes"). Mientras que las muy buenas letras de Solari parecen más cercanas al graffito callejero o al manifiesto de vanguardia, las de Cerati en un principio, y no sin cierta ironía, orillaron el lenguaje publicitario: " Somos un conjunto dietético/ consume que no hay peligro". Pero de cierta liviandad inicial ("Mi novia tiene bíceps"), Cerati pasó pronto a cosas más profundas ("carreteras sin sentido/ religiones sin motivo/ ¿cómo podremos sobrevivir?"), e hizo de la autorreferencia uno de sus procedimientos usuales: lejos de sus primeros discos, cantó que " de aquel amor de música ligera, ya nada queda", y en "Hombre al agua" poetizó la expresión popular de arrojarse al agua como gesto de audacia o forma de marcar un corte con lo precedente.

"En el momento de la composición, meto cualquier palabra que parezca sugerente", ha dicho Cerati, spinettiano en eso de trabajar la sonoridad de las palabras en íntima alianza con la música. El periodista Pablo Schanton (también autor de letras cantadas por Cerati) ha afirmado con acierto que el "tesoro expresivo" del pop se halla ahí donde las palabras y la música se "trenzan" en una dialéctica alejada de la noción de "discurso" o de los valores de la poesía escrita.

Presente activo

Entre los letristas actuales más interesantes se destacan Palo Pandolfo, Rosario Bléfari, Adrián Dárgelos o Adrián Paoletti. Pero acaso el más influyente sea Andrés Calamaro. Más efectivo que poético, más "oral" que "literario", Calamaro fue criticado por cierto abuso de rimas consonantes o por juegos de palabras algo ramplones o, al menos, sin el fino ingenio de Roberto Jacoby en sus contribuciones para Virus. Esto no impidió indudables aciertos (por ejemplo, "Para no olvidar", "Mi enfermedad", "Especies que desaparecen" o "Un amor en Avellaneda") ni versos certeros ( " déjame atravesar el viento sin documentos"), ni ideas contundentes: que el sida fue "nuestro Vietnam, hecho de saliva y sangre".

Melómano empedernido, muchas letras suyas rebosan de referencias al rock ("La mirada del adiós" se llama igual que un tema de Donald Fagen) y la sombra de "La balsa" (mítica canción de Los Gatos) reaparece en "Por mirarte" o en "La parte de adelante". En Calamaro, pero aún más en toda una línea del rock argentino surgido a partir de los años noventa ("rock chabón", dicen algunos), los recursos metafóricos parecen haber menguado para dar paso a una mayor explicitud, tal la conclusión de un agudo trabajo, por ahora inédito, de la periodista Flor Codagnone. Los riesgos de la explicitud no son menores. En la antología Poetas rock , de Gustavo Álvarez Núñez, se recogen declaraciones del Indio Solari: "Con algunas letras de canciones pasa lo mismo que con los chistes de Pepe Marrone: los escuchás por tercera vez y parecen malos, previsibles". Algunas letras, cree Solari, "no tienen una lectura enigmática" y no resisten las relecturas. Mientras que otras "pueden releerse durante años". Eso las mantiene vivas, inagotables. ~

(Publicado originalmente en el suplemento ADN del diario La Nación, Buenos Aires, Argentina)

miércoles, 5 de septiembre de 2007

67, modelo para armar

Por Eduardo Berti

Abstracción hecha de los Beatles y de Sgt. Pepper (que este año festeja sus 40 años), 1967 marcó el año del verano del amor, cuyo epicentro fue el festival Monterrey Pop, celebrado entre el 16 y 18 de junio con artistas de la talla de Janis Joplin, The Animals, The Who, The Mamas and the Papas, Country Joe and The Fish, Otis Redding, Ravi Shankar, Moby Grape y Simon and Garfunkel, entre otros. También fue el año en que los hippies ocuparon la tapa de la revista Time y el LSD la tapa del Saturday Evening Post; Scott Mackenzie grabó "San Francisco" y Procol Harum inmortalizó "Con su blanca palidez"; los Bee Gees y los Grateful Dead sacaron sus primeros discos y Bob Dylan editó John Wesley Hardin.

Suele decirse que el rock psicodélico nació en el 67, tuvo su auge en los dos años inmediatos y murió (o cerró su etapa fundacional) en 1973 con el retiro de las tropas norteamericanas de Vietnam y con El lado oscuro de la luna, de Pink Floyd. No es casual, en consecuencia, que Pink Floyd editara casi a la vez que Sgt. Pepper su primer álbum de estudio (The Piper at the Gates of Dawn), con Syd Barrett al frente de la formación.

Igual de determinante para la psicodelia fue el disco Surrealistic Pillow, de Jefferson Airplane, también del 67. Si Pink Floyd bautizó su primer LP en tributo a un clásico de la literatura infantil inglesa (The Wind In
The Willows
, de Kenneth Grahame), Jefferson Airplane postulaba desde el título de su álbum cierta filiación con el surrealismo, y la canción "White Rabbit" se basaba a las claras en la "Alicia" de Lewis Carroll, omnipresente en la psicodelia, como lo prueban "I’m the Walrus" (Beatles), "Kaleidoscope" (también de 1967, por Tangerine Dream) o "Song for Insane Times" (Kevin Ayers). Tres álbumes más, editados en el 67, fueron claves para el nacimiento de la psicodelia: Easter Everywhere, de 13th Floor Elevators; Younger Than Yesterday, de The Byrds; y la genial ópera prima de Hendrix, Are You Experienced?

Con Melow Yellow, Donovan, íntimo amigo de los Beatles, dejaba de ser un cantante folk para embarcarse también en la psicodelia. Casi en simultáneo, David Bowie editaba su primer álbum (más próximo a la canción expresionista que al rock), Van Morrison daba a conocer T.B. Sheets, y otro cantautor fundamental, Tim Buckley, documentaba en Goodbye
And Hello
su momento más intenso.

Al margen de esto, 1967 se recuerda sin duda como el año en que debutaron discográficamente The Doors y The Velvet Underground, como el año en que The Kinks grabaron Something Else y como el año en que los Rolling Stones, algo perdidos ante el dominio de Lennon y McCartney, editaron su disco “más beatle” (Between the Buttons) y su disco “más ácido” (Their Satanic Majesties Request, cuyo título deparó a los integrantes del grupo el apodo, todavía vigente, de Majestades Satánicas).

No todo fue rock y psicodelia, desde luego. Mientras John Coltrane moría, Miles Davis editaba Nefertiti y Antonioni filmaba Blow Up inspirándose en "Las babas del diablo" (cuento de Cortázar). En Francia, Serge Gainsbourg vivía un breve y apasionado romance con Brigitte Bardot, de donde surgirían canciones imborrables. En un colegio inglés, Peter Gabriel, Mike Rutherford y Tony Banks fundaban el grupo Genesis. En Brasil, Caetano Veloso editaba su primer disco (Domingo) a dúo con una tal Gal Costa. En la Argentina, Piazzolla conocía a Ferrer, Troilo sacaba a la venta Verano porteño y Los Gatos daban a conocer su simple con "La balsa" y "Ayer nomás" para lanzar, casi enseguida, su primer long play e iniciar la historia más conocida del “rock nacional”.

Muchos piensan que los Beatles editaron en 1967 el disco del siglo. Otros arguyen que ese año se editaron, en realidad, los dos discos del siglo, ya que a varios kilómetros de Abbey Road, Frank Sinatra y Antonio Carlos Jobim concretaban su histórico trabajo a dúo.~

viernes, 31 de agosto de 2007

Tango y rock II


Encuentros y desencuentros

Por Eduardo Berti


El rock y el tango mantuvieron en la Argentina, desde los años sesenta, una ardua relación marcada por encuentros, desencuentros y una cierta incomprensión mutua que el tiempo ha ayudado a paliar.

La generación del rock se alzó universalmente contra la cultura de los padres ; en la Argentina, el tango encarnaba la cultura de los padres. El sector más ortodoxo y conservador del tango constituía un ejemplo casi perfecto de todo cuanto rechazaba la contracultura hippie: el pelo corto y fijado con gomina, el traje de corte clásico, el machismo, la voz grave, el culto de las tradiciones, la celebración del pasado. Demasiado tentador, claro, para que el rock no se erigiera y fortaleciera en oposición a esos valores: "Es mejor tener el pelo libre que la libertad con fijador" cantaba el dúo Pedro y Pablo; "Mañana es mejor", cantaba Spinetta; "No hay tiempo de más", cantaba el trío Manal.

Además de ideológico, el corte entre ambas culturas fue tecnológico. A la acústica mas o menos elegante del tango posterior a los anos cuarenta se opuso la electricidad mas o menos visceral del rock. Si el tango era sinónimo de radio y tuvo grandes dificultades para acceder a la TV (al menos de una forma que resultase atractiva de acuerdo con los parámetros televisivos), el rock y sobre todo la llamada 'nueva ola' supieron vincularse de inmediato con los nuevos medios audiovisuales.

Pero no todo fue tan drástico como parece. En el fondo, el quiebre no debe verse como absoluto: ni el rock marcó una pura ruptura con lo previo, ni el tango se limitó a un total rechazo de lo nuevo. Suele olvidarse, por ejemplo, que la primera canción beat de éxito hecha en Argentina (el "Piti Piti" de Billy Caffaro) fue compuesta -casi a modo de diversión, es verdad- por Virgilio Expósito, el mismo autor de "Naranjo en flor" y "Maquillaje", entre muchos otros tangos célebres. Suele olvidarse, por otra parte, que dos de los principales pioneros del rock en la Argentina, Luis Alberto Spinetta y Litto Nebbia, son hijos de cantantes semiprofesionales de tango. Y los ejemplos no terminan aquí.

Durante los primeros años '60, antes de que se fundara la tradición más inspirada y más original del rock argentino (la que se inicia con Moris, Los Gatos, Manal, Almendra o Vox Dei), la música beat ya poblaba la televisión de Buenos Aires, principalmente a través de dos programas: "Escala Musical" y "El Club del Clan". En "Escala Musical" llegó a presentarse el grupo uruguayo Los Shakers, que representa acaso el mejor eslabón entre la nueva ola y el primer rock argentino. Liderados por los hermanos Fattoruso, los Shakers
componían y cantaban sus propias canciones, todas bajo fuerte influencia de los Beatles y todas en inglés. Esto no impidió, sin embargo, que a mediados de los sesenta se permitiesen la audacia de incluir un bandoneón en el tema "Higher Than a Tower". El color local, en otras palabras, estuvo dado por un instrumento antes que por el idioma.

El otro programa de TV dedicado a la música beat, el "Club del Clan", fue toda una fabrica de ídolos juveniles. Muchos de ellos portaban nombres extranjerizantes como Nicky Jones o Jolly Land (tal vez otra forma de diferenciarse con el tango y su jungla de apellidos italianos y españoles: los primeros más que nada en el reino de los directores de orquesta, los segundos en el reino de los cantores), pero llamativamente quienes mejor sobrevivieron fueron aquellos que portaban nombres menos estrafalarios: Palito Ortega, Violeta Rivas o Raul Lavié. El caso de Lavié también sirve para relativizar el supuesto corte entre el tango y el rock argentino: en paralelo al "Club del Clan", Lavié desarrollaba ya entonces una carrera como cantor de tangos que lo llevaría, más adelante, a trabajar al lado de Astor Piazzolla.

LOS 'NEO-TANGUEROS'

Cuando a inicios de los setenta estalló la entonces llamada 'música progresiva' (después 'rock nacional'), el tango se hallaba en su momento de mayor retroceso en términos de popularidad y de mayor crisis en cuanto a lo artístico. Por razones mayormente económicas, las grandes orquestas ya no podían sobrevivir e iban disolviéndose una tras otra, tal como ocurriese con las big-bands de jazz. Los empresarios a cargo de los bailes populares, de los clubes o de los teatros preferían pagarle a cuatro o cinco músicos muñidos de poderosos amplificadores. Los intérpretes de tango reaccionaron como pudieron. Los más a la vanguardia, como Horacio Salgan, Anibal Troilo o el propio Piazzolla, comprendieron sin demora que debían conformar agrupaciones más pequeñas:
quintetos, cuartetos.

Dado que la era de los grandes bailes animados por orquestas quedaba atrás (máxime con los discos y los disk-jockeys), ahora los tangueros se veían animando conciertos para un público cómodamente sentado. Pronto surgió una vanguardia neo-tanguera que supo captar estos cambios: Eduardo Rovira, el Cuarteto Cedron o Rodolfo Mederos.

El rock no tuvo problemas en vincularse con dicho sector del tango, sólo que éste representaba una línea marginal. En el primer disco de Almendra se escuchan los bandoneones de Mederos en la canción "Laura va", mientras que el tema "Figuración" está claramente inspirado en la ópera "María de Buenos Aires" de Piazzolla y Ferrer.

Sin embargo, aun cuando un sector minoritario del tango supo reaccionar y transformarse, otro -muy mayoritario- mantuvo una reacción de franca hostilidad no sólo con el rock sino con los así llamados 'neo-tangueros'. Los prejuicios enarbolados por el sector mas conservador hoy pueden resultar difíciles de comprender, pero entonces marcaban pautas. Cuando Piazzolla, ya en los años setenta, incorporó un instrumento para algunos 'propio del rock' como lo es la batería, muchos hablaron de 'traición' olvidando que casi medio siglo atrás Francisco Canaro se había valido ya del mismo instrumento. Cuando Ubaldo de Lio decidió amplificar una guitarra para que su instrumento sonase a la altura del piano de Horacio Salgan (lo que, dicho sea de paso,
provoco el nacimiento de uno de los dúos más geniales que tuvo la historia del tango: Salgan-De Lio), la ultra ortodoxia lo condenó por estar apelando a un recurso 'propio del jazz'. El paralelo con los escándalos que en su momento causaron Bob Dylan o Paco de Lucia por querer innovar una música llena de códigos estrictos resulta evidente "En este país se puede cambiar cualquier cosa menos el tango", protestaba Piazzolla cuando la ortodoxia lo hacía blanco de sus reclamos más ciegos.

El bandoneonista Leopoldo Federico considera en la actualidad, con la perspectiva que da el paso del tiempo, que los músicos de tango de su generación se equivocaron al no haber 'enchufado' sus instrumentos, al haberse resistido a amplificar el volumen como lo hacían los músicos de rock. "Dimos mucha ventaja", cree Federico, quien fue arreglador del cantor uruguayo Julio Sosa, acaso la única figura verdaderamente masiva que arrojó
el tango en pleno auge de la nueva ola. Cantor de voz severa pero de gestos afables, Sosa solía combinar los clásicos obligados con un repertorio más jocoso y fue el único tanguero que en los años sesenta (los años del pop y el rock) brilló en la televisión (hasta tuvo un programa propio) y hasta gozó de una popularidad digna de los ídolos juveniles.

Julio Sosa murió en pleno apogeo, a mediados de los sesenta, en un accidente automovilístico. A partir de ese momento prácticamente todas las nuevas experiencias que encararon los tangueros (salvo contadas excepciones) fueron instrumentales. Después de las audacias casi surrealistas del poeta Homero Expósito, hermano del ya mencionado Virgilio; después de las letras que Horacio Ferrer escribiese para Piazzolla (sobre todo la famosa "Balada para un loco", a finales de los sesenta), el tango no parió nuevos letristas a la altura de su tradición, iniciada con Celedonio Flores y coronada con Homero Manzi. En cierta medida puede decirse que el rock argentino prolongó la tarea iniciada por el tango. En su momento muchos vieron en Miguel Cantilo (un cantautor muy ligado al rock y de gran éxito a principios de los ochenta) a un heredero de Enrique Santos Discépolo (el autor de "Cambalache"); el propio Charly García dijo en alguna oportunidad que las letras de Spinetta presentan grandes similitudes con las de Homero Expósito (aunque la "voz de gorrión" de la famosa "Muchacha ojos de papel" es prima hermana de la "voz de alondra" del famoso "Malena" de Manzi); y, en términos más amplios, el rock argentino ha sido y continúa siendo un gran generador de neologismos y de expresiones populares como solo el tango lo fue en su oportunidad, por intermedio del lunfardo.

¿TANGO-ROCK?

El primer intento de acercamiento entre el tango y el rock ocurrió a mediados de los años setenta, a través de experiencias de origen rockero como la del grupo Alas o de origen 'neo-tanguero' como la de Juan José Mosalini, un ex bandoneonísta de Osvaldo Pugliese actualmente radicado en Paris. Por esos años Litto Nebbia se aproximaba al bandoneonísta Dino Saluzzi, mientras que el grupo Invisible, liderado por Spinetta, incluía bandoneones y aires decididamente tangueros en su tercer y ultimo álbum "El
jardín de los presentes". Por un momento pareció que la brecha generacional se cerraba de un modo nada complaciente, generando una música auténticamente innovadora. Hasta Charly García, con su grupo de fines de los setenta (Seru Giran) transpiraba tango en temas como "Bicicleta", "Los sobrevivientes" o "A los jóvenes de ayer". Y ni hablar, un poco después, del primer disco de Juan Carlos Baglietto.

Detrás de este fenómeno estuvo, desde luego, la figura tutelar de Astor Piazzolla. El jazz había constituido desde siempre una fuerte referencia para Piazzolla (vale recordar sus infancia en Nueva York y sus colaboraciones con Gerry Mulligan o Gary Burton) y el fenómeno del así llamado 'jazz-rock' en los años setenta (Weather Report, Miles Davis, Chick Corea y Return to Forever) fue determinante para la formación, en los años setenta, de un conjunto que Piazzolla tildó de 'electrónico' (en verdad era eléctrico) y que estuvo nutrido por muchos músicos surgidos del rock argentino, entre ellos Gustavo Beytelman o Tommy Gubitsch.

La experiencia de dicho conjunto fue bastante fugaz. Daniel Piazzolla, hijo de Astor y también músico, admitió tiempo después que su padre no se entendió bien con los
'rockeros' que había reclutado. No obstante, aun cuando en el plano humano quedó un regusto algo agridulce, las grabaciones que sobrevivieron siguen encarnando (pese a sus casi treinta anos de antigüedad) acaso el mejor y más arriesgado de todos los intentos de fusión que hubo entre el tango y el rock.

EL ABRAZO

A comienzos de los ochenta, tras la guerra de Malvinas y con el retorno de la democracia, el rock argentino vivió su momento de mayor esplendor y popularidad. Surgieron nuevos valores. Una cultura hasta entonces marginada y resistida se volvió masiva y aceptada. Muchos viejos músicos de tango vieron esto con desagrado. A ciertas declaraciones de Héctor Varela contra el rock (previsiblemente lo tildaba de frívolo y extranjerizante), David Lebon respondió cantando que 'el tango ahora es rock'n roll'.

En este contexto, la figura de Roberto Goyeneche (alias 'el Polaco') fue esencial para el
reencuentro. Ex integrante de las mejores orquestas (desde Salgan hasta Troilo, pasando por Piazzolla), Goyeneche fue para muchos el mejor cantante que dio el tango después de Gardel (compartiendo, a lo sumo, ese segundo puesto con Edmundo Rivero) y su estilo, al principio más tradicional, se había vuelto ya decididamente revolucionario a comienzos de los ochenta: el 'Polaco' era un "disseur" mas que un cantor, nunca interpretaba de igual modo un tango (en esto se lo ha comparado con Joao Gilberto) y sabia sacarle jugo como nadie a las letras de los dos Homeros: Expósito y Manzi.

Si Mercedes Sosa fue la primera intérprete de 'música argentina' (en su acepción más vasta) que elogió abiertamente a los 'muchachos del rock' (léase Leon Gieco, Charly García, etc) Goyeneche fue el primer "tanguero de ley" en hacerlo. Tras sus primeros piropos a Juan Carlos Baglietto o a Alejandro Lerner, el 'Polaco' enseguida pasó a la acción: grabó con Nebbia, apadrinó a una mujer de extracción rockera y de posturas mas próximas al feminismo que a la ortodoxia tanguera como lo es Adriana Varela, y a mediados de los ochenta apareció en la película "Sur" (de Pino Solanas), dándose un abrazo de altísimo simbolismo con Fito Páez.

Mientras todo esto ocurría, el rock argentino también parecía estar admitiendo, como nunca, sus raíces tangueras. "Escucho un tango y un rock y presiento que soy yo", cantaba García en "Yo no quiero volverme tan loco" (1982). "Suena un bandoneón, parece de otro tipo pero soy yo", cantaba Páez en Giros (1985). "Lo de tango es una idea que me ronda aunque no quiera", confesaba el mismo Páez en "Carabelas de la nada", un par de años mas tarde.

Pronto ocurrió que los rockeros se atrevieron a incluir tangos en sus repertorios: Spinetta y Páez grabaron "Grisel" (de Mariano Mores), Celeste Carballo registró "El día que me quieras" de Gardel (y hasta hizo un videoclip del tema con Julio Bocca), Nebbia editó un disco en homenaje a Carlos Gardel y luego otro junto con Enrique Cadícamo (legendario letrista de Gardel), y Andrés Calamaro empezó a interpretar "Naranjo en flor" en algunos de sus recitales.

EL RENACER

Para que el tango renaciera en los años noventa fue fundamental que los jóvenes se acercasen a él. Esto ocurrió, en parte, porque la llamada 'generación del rock' tendió diversos puentes en dirección al tango. Un conjunto como Los Auténticos Decadentes grabó en los noventa una nueva versión de "Siga el baile" con el entonces octogenario Alberto Castillo. El ex baterista del grupo de heavy-metal Riff, Michel Peyronel, fue uno de los fundadores de la primera radio FM dedicada ciento por ciento al tango. Litto
Nebbia editó en su sello Melopea a muchos tangueros que las grandes discográficas estaban dejando de lado.

Alrededor de 1995, al mismo tiempo que un grupo de jóvenes empresarios (entre ellos un ex integrante del grupo de rock Alphonso S'Entrega) fundaba el primer canal de TV dedicado al tango, se asistía a un renacer del tango inimaginable apenas cinco años atrás. Dicho renacimiento no solo ha perdurado, sino que se ha generalizado.

A partir de mediados de los 90 no es raro que una muchacha de veinte tome clases de baile con un milonguero de raza, ni que existan conjuntos musicales cuyos miembros promedian los veinticinco años. Hasta hace poco se creía que los bandoneonistas eran una especie en extinción; en la actualidad es frecuente ver ejecutantes menores de treinta,
incluso muchas mujeres. Un turista que aterrizaba en Buenos Aires a mediados de los ochenta debía buscar los vestigios tangueros con paciencia de arqueólogo; a fines de los noventa el tango acaso no estaba por todas partes, como en la década del cuarenta, pero había vuelto a ser palpable, a manifestarse. Y después de mucho tiempo se le podía volver a imaginar un futuro.~