sábado, 31 de mayo de 2008
Virus: los caminos de Federico
Por Eduardo Berti
Fui un par de veces a la casa de Federico Moura, que quedaba –si la memoria no me engaña- en Viamonte al 900, entre Suipacha y 9 de Julio. Por entonces, mediados de los ochenta, no conocía a mucha gente que viviese en pleno centro; con el tiempo fui frecuentando a otros (el “tano” Dal Masetto, Rodrigo Fresán, Daniel Melero) que me hablaron de lo que implica vivir en medio del caos diurno, a la espera de noches de calma nada provinciana.
La casa de Moura era fiel a su imagen pública (“perfecto, hermoso, veloz, luminoso”, llegó a autoparodiarse), cosa que no siempre suele ser el caso. Lo que se dice de los perros y los amos puede aplicarse, a menudo, a los hogares: cierta casa que conocí de Pedro Aznar, en el barrio de Belgrano, era tan fiel a su dueño como las interminables y algo bruscas transformaciones en el departamento de Charly García, en Palermo.
En cuanto a Moura, habitaba allá en Suipacha, en un piso bien alto, entre pocos muebles simples y modernos, una especie de cocina americana y un equipo de música donde sonaba Art of Noise, Carmen Miranda, los tropicalistas o Billie Holiday.
Pisé por primera vez el hogar de Federico una tarde que fuimos con Marcelo Fernández Bitar a entrevistarlo para la revista “Cantarock”, aquella donde quienes aparecían en tapa lo hacían convertidos en personajes de historieta, en extrañas caricaturas. Fue un reportaje placentero porque charlar con Moura era un placer. Allí nos dijo, recuerdo, que la frase “luna de miel en la mano” estaba tomada del Ulises de James Joyce, y no mentía: “EVERYMAN HIS OWN WIFE OR A HONEYMOON IN THE HAND” se llama una especie de obra teatral escrita por Ballocky Mulligan y mencionada en la novela.
M.F.B. y yo, antes de aquella entrevista, ya habíamos conversado con Federico en otros lugares. Siempre era él quien daba la cara, como portavoz del grupo. Solamente tras su muerte, el 21 de diciembre de 1988, se hizo usual que los otros miembros de la banda atendieran a la prensa.
La primera entrevista que le hicimos a Federico coincidió con la salida de “Agujero interior” (el tercer album de Virus, el que traía “Carolina”) y tuvo el peor de los inicios posibles. Habíamos adquirido el hábito de esperar al entrevistado con el grabador en REC + pausa, listo como un corredor agazapado a la espera del disparo de largada. Esa tontería nos daba calma, vaya a saber uno por qué. Culpa de un error o descuido inexplicable, la pausa esa noche no se activó, así que estábamos rompiendo el hielo con Federico y M.F.B. acababa de hacerle un broma algo arriesgada sobre su flamante peinado con un mechón de flequillo rubio claro (hasta podría asegurar que se mencionó a David Bowie y que Moura frunció los labios, no exactamente feliz con la comparación) cuando, de pronto, el grabador en marcha emitió un ruido delator, Federico vio que la cinta giraba y su cara se transformó. Nos llevó un tiempo largo serenarnos y más largo aún convencerlo de que esto no había sido premeditado.
Supongo que, por ese entonces, Virus estaba todavía bastante a la defensiva de la prensa, que en varios casos había juzgado con excesivo rigor su álbum debut (“Wadu Wadu”, 1981) y con injusta frialdad su interesantísima secuela (“Recrudece”, 1982). "Los críticos cacarean y nosotros ponemos los huevos", repetían casi ofuscados en aquel segundo disco. Por cierto, fue tan sólo a partir de “Agujero interior” (tercer disco, producido por los hermanos Peyronel) y “Carolina” y “El probador” que la carrera de Virus pareció ingresar por fin en una curva ininterrumpida de popularidad, propulsada por los hits “Me puedo programar” y “Amor descartable” (del siguiente disco: “Relax”, 1984) y coronada por el éxito de canciones como “Pronta entrega” y “Tomo lo que encuentro” (del disco “Locura”, de 1985, que llegó a vender 200 mil ejemplares, cuando el anterior había arañado los 50 mil) o como “Imágenes paganas” (“Virus vivo”, 1986) o como “Polvos de una relación” (“Superficies de placer”, 1987).
Alguna vez, en el prólogo al completísimo libro que Daniel Riera y Fernando Sánchez consagraron a Virus (“Virus, una generación”, editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1995), formulé por escrito que quizás nada haya retratado mejor a los Virus que su “destiempo”. Fueron irónicos y lúdicos cuando reinaba la solemnidad en el rock argentino. Fue románticos un par de años más tarde, cuando reinaba el desencanto dark. Se atrevieron a editar un disco debut con quince canciones que no excedían, en promedio, los 2 minutos de duración (¡toda una ametralladora pop contra los últimos estertores del rock “progresivo”!). Y, aparte de la voz de Federico, nada era más distintivo que el sonido de sus teclados, con la salvedad de que nadie usaba esos timbres ya que en cualquier otro grupo hubiesen sonado mal.
Todos estos anacronismos volvieron único a Virus: grupo “moderno”, sin duda, pero más allá de cualquier moda. Todos estos anacronismos seguramente tuvieron que ver con la edad de Moura y con sus horizontes culturales: Federico era un tipo fino y esto le ganó enseguida, incluso antes de que Virus grabara su primer disco, las simpatías de Renata Schussheim, Jean Francois Casanova y Lorenzo Quinteros (algo así como la “crema” del under de aquel entonces), quienes aparecen en los dos primeros clips de la banda; Federico, como Miguel Abuelo, era un “veterano” al frente de una banda que encarnaba lo nuevo, sólo que a diferencia del caso de Abuelo no tenía un pasado notorio en la escena del rock local, de modo que casi todos se asombraron tras su muerte al saber que no había nacido en 1955 o incluso en 1957, como a veces se afirmaba, sino el 23 de octubre de 1951, o sea, la misma fecha que Charly García.
Es comprensible que nadie sospechara esto, porque mientras Federico daba sus primeros pasos con Virus, Charly se disponía a desarmar su tercera banda (Serú Girán), y porque el mismo Charly desde Serú Girán llegó a mencionar a Virus como parte de las “nuevas olas” (en más de un concierto de Serú, exclamó “viva Virus” mientras cantaba ese tema en el que se veía a sí mismo como “parte del mar”, algo que pronto desmintieron los ochenta).
En el rock, por lo común, los nuevos grupos suelen fundarse cuando sus miembros rondan los veintipocos años, de forma que su prehistoria suele ser sinónimo de educación sentimental o musical. Lo de Virus fue distinto porque allá por el 1981, al lanzar “Wadu Wadu”, Federico tenía casi 30 años y un montón de experiencia acumulada. A los 11 ó 12 años de edad había fundado su primer grupo musical junto con Daniel Sbarra, décadas más tarde músico de Virus (ingresó en lugar de Ricardo Serra) e integrante, entre medio, de la banda francesa de Miguel Abuelo. A los 15 años, Federico ya era el bajista y segundo cantante del grupo Dulcemembriyo, que existió hasta fines de los sesenta y llegó a actuar en Bolivia. A comienzos de la década del setenta cursó materias de la carrera de arquitectura (lo mismo que su hermano mayor, Jorge, desaparecido por la dictadura militar), abrió una tienda de ropa llamada Limbo (el mismo nombre del grupo que creara Julio Moura en los noventa, mientras su hermano Marcelo fundaba Aguirre) y, alrededor de 1972 y de 1976, emprendió dos largos viajes por el mundo que lo llevaron, entre diversos destinos, a Londres, Nueva York, París y Rio de Janeiro.
El proyecto Virus comenzó a incubarse a fines de los setenta cuando, en un regreso aún no definitivo a la Argentina, Federico armó en La Plata con su amigo de infancia Mario Serra un grupo punk llamado Las Violetas, al mismo tiempo que montaba en Buenos Aires su segunda tienda de ropa: Mambo (“hay que mambo/hay todo un cambio…”, cantaría Virus). La carrera de Las Violetas fue muy breve, ya que Federico decidió establecerse en Rio de Janeiro, en la zona de Leblon, donde se volcó a diseñar artículos de cuero. Siempre en City Bell (La Plata), Mario Serra y su hermano Ricardo terminaron fusionando los restos de Las Violetas con Marabunta, banda integrada por Julio Moura, Marcelo Moura y Quique Mugetti. El resultado fue un grupo llamado Duro, cuya primera cantante, Laura Gallegos, no convencía del todo a los restantes músicos; así que, a fines de 1980, Julio y Marcelo viajaron a Brasil con el primer demo de Duro a ver si Federico se unía en calidad de cantante.
El nombre definitivo (Virus) fue puesto en enero de 1981, apenas Federico se sumó al proyecto y tras descartar otro que era “Virus y los antibióticos”. La formación que grabaría meses más tarde “Wadu Wadu” debutó el 11 de enero, el mismo día que Marcelo Moura cumplía 21 años, en la Asociación Universal de La Plata: calle 25 entre 57 y 58. Antes de Virus, la ciudad de La Plata había arrojado ya otras bandas de rock, en especial la surgida de una comunidad hippie allí instalada bajo el nombre de La Cofradía de la Flor Solar, por la que pasaron, entre otros, Kubero Díaz, Quique Gornatti, Morci Requena y un futuro Redondito de Ricota: Eduardo “Skay” Beilinson.
De los grupos importantes de los ochenta, los dos con mayores raíces en La Plata (Virus y los Redonditos de Ricota) mostraron estéticas bastante alejadas pero, al mismo tiempo, dos rasgos en común: elementos teatrales o hasta “cosas de cabaret” en sus primeros shows; los pies muy bien plantados en su tiempo pero, en simultáneo, “cómplices externos” ligados al final de los creativos años sesenta. Fue el caso de Rocambole con los Redondos. Fue, con Virus, el caso del letrista Roberto Jacoby, proveniente del mítico Centro Di Tella, y de su diseñador de tapas Daniel Melgarejo, quien había trabajado para la pionera discográfica Mandioca cuando Manal, Moris y Tanguito eran novatos.
Por su talento compositivo, Julio y Federico Moura no necesitaban imperiosamente de la ayuda de terceros; así y todo, los aportes de Jacoby como letrista resultaron invalorables, como se puede advertir si se compararn las letras de algunos temas en su versión primigenia y en la versión finalmente grabada.
La letra original de “Soy moderno, no fumo”, a medias entre Federico y Felisa Pinto, estaba bien y proclamaba con ingenio: “soy moderno/ no fumo más”. Pero Jacoby, aun cuando respetó el estribillo, tuvo la idea genial de jugar con las marcas de los cigarrillos por entonces en boga: “Ven son (Benson) tan particulares (Particulares) los cigarillos, el mal brota (Marlboro) de ellos como un volcán (Volcán). P’al mal (Pall Mall) que hacen son imparciales (Imparciales). Ojos colorados (Colorados), los dientes dorados (Dorados) de alquitrán (…) Yo que iba al club (Jockey Club) de la muerte, en un golpe de suerte (Lucky Strike) jugué al 43 (43/70) y sólo erré seis (R6). Che, Esther, filtrá (Chesterfield) el humo que en todo (Kent) está. Desconfío del camelo (Camel) de la publicidad”.
No es fácil hallar muchos otros casos de letristas “externos” (no miembros de la banda) en el rock argentino o mundial, tan afecto a la noción de “autenticidad” que lleva a que los intérpretes quieran cantar sólo lo que ellos mismos han escrito. Hay pocos casos de tándems en el reino de los “songwriters” (Bernie Taupin con Elton John, José Tcherkaski con Piero, Hal David con Burt Bacharach), hay pocos casos de letristas no-músicos en el rock argentino (Osvaldo Marzullo, Jorge Lencina, Roberto Mouro), pero es en el marco del tango (Cadícamo, Ferrer, los Homeros: Manzi y Expósito) donde habría que buscar antecedentes.
El caso de Jacoby fue excepcional, ante todo, por la calidad, la variedad y la continuidad de sus contribuciones: desde juegos de palabras (“Loco Coco” o la frase “en taxi voy, hotel Savoy” de “Sin disfraz”) hasta experimentos formales como “Bandas chantas arañan la nada", toda con “a”, mucho antes de los Orozco de Gieco (Machacan sanatas pavas al pasar / flacas papanatas, zarpadas / La gran transa avanzará / "La Balsa" adaptarán), desde guiños irónicos a Spinetta en “Caricia azul o soledad carmesí” (El alba es de mermelada / ¡Dame pan! / Tus pies son de almohada, nena / Mi pájaro estaba herido / Mi niño estaba dormido) o burlas a los lugares comunes de las letras de rock (“El rock en mi forma de ser”), desde escenas callejeras (“El 146” y esos “dos bultitos” que revientan la remera) hasta letras deliberadamente inconclusas (“es un viaje de placer, alquilado para…”, en “Tomo lo que encuentro”), desde alusiones a Oliverio Girondo hasta ese extraño caso de “El corazón destrozado de Francisco Quevedo", donde se citan dos estrofas del soneto "Es hielo abrasador" del poeta español: “Un andar solitario / entre la gente / Un desear solamente / ser deseado / y el fin / es el maldito amor / como el abismo / la tentación / por el contrario de sí mismo / Una atracción irresistible / hacia la nada”. También debemos a Jacoby dos retratos implacables del final de la dictadura, cuando los militares quisieron congraciarse con el rock y la juventud: “El banquete” y “Ay qué mambo”.
A tal punto letrista y banda estuvieron consustanciados que las dos letras que acaso condensan mejor la filosofía de Virus fueron escritas una por Jacoby (“hay que salir del agujero interior/ largar la piña en otra dirección”) y otra por Moura (“Densa realidad”). Ambas declaraciones de principios apuntan a lo mismo: “a la vida hay que hacerle el amor”, hay que romper con ese tono negrogrisazul que predomina en la calle. Con conocimiento de causa, Federico parece sumarse al anhelo de que la alegría no sea sólo brasileña.
Que el final de Federico Moura fuera trágico (el nombre de la banda resultó amargamente profético) no invalida ni empaña la apuesta vital de Virus. Del mismo modo que un viaje a Brasil signó el nacimiento del grupo, fue durante otro viaje a ese país, entre abril y mayo de 1987, cuando Federico se sintió mal y fue a ver a un medico que le recomendó la brasileña Zoca, pareja durante años de Charly García. El medico ordenó un examen de HIV que dio positivo. En su libro sobre Virus, Riera y Sánchez cuentan que “Roberto Jacoby escribió sus siete letras de las once de ‘Superficies de placer’ sin saber que Federico tenía Sida. Regresó a Buenos Aires sin saberlo y cuando volvió la banda de Brasil, nadie quiso decírselo. Sin embargo, la idea de la muerte está presente en sus canciones”.
En los meses posteriores, un grupo de periodistas especializados entablamos un pacto de silencio respecto de la enfermedad de Moura. Fue un pacto tácito, cabe aclarar. No hubo ninguna reunión para decidirlo. El único propósito fue que él pasara tranquilamente sus últimos días, sin que el sensacionalismo lo afectara. Mientras esto ocurría, Federico dejaba su legado: la decisión de que Marcelo ocupara su lugar como cantante y algunas letras que fueron grabadas por la nueva formación de Virus (sin él) en el disco “Tierra del fuego”. “Queda el silencio”, dice una de estas letras. El grupo le dedicó “Despedida nocturna” (con un cita a Alejandra Pizarnik: “la noche soy”), con versos de Jacoby que Federico llegó a leer poco antes de morir.~
viernes, 18 de enero de 2008
Charly García y la máquina de contar
Por Eduardo Berti
Hay ciertas canciones que podrían definirse como “narrativas”. Son aquellas cuyas letras nos cuentan una historia. “Madera noruega”, de Lennon y McCartney, es un ejemplo ilustrativo: no sólo empieza casi como una fábula (“Una vez tuve una chica...”), sino que posee personajes, desarrollo y desenlace. En este caso los protagonistas son anónimos, el narrador (yo) y la chica (ella), y la historia está narrada en primera persona. En otros casos también están los relatos en tercera persona: “Cachito, campeón de Corrientes”, de León Gieco, cuya la letra parece una obra en tres actos, con un inicio (el “señor del auto” que busca al boxeador), un clímax (el púgil, Cachito, es derrotado) y un final (vencido Cachito, el tipo del auto no aparece más).
El recurso de relatar una historia a través de una canción puede rastrearse en músicos tan disímiles como Silvio Rodríguez (“Cierta historia de amor”), Tom Jobim (“Chansong”), Los Twist (“Pensé que se trataba de cieguitos”), María Elena Walsh (“Manuelita”) o Rubén Blades (“Pedro Navaja”), por citar cinco canciones casi al azar. Una de las grandes virtudes de Charly García como letrista es la de haber inmortalizado numerosas historias y personajes, muchas más que el promedio de sus colegas, hasta haber creado una especie de pequeña comedia humana.
Cierta vez Pedro Aznar dijo que Charly es ante todo el gran cronista de esta sociedad, mientras Spinetta es un explorador de almas, de lo abstracto y lo intangible. No es un mal modo de oponer ambas poéticas. Por supuesto que Spinetta también plasmó personajes: Fermín, Ana (que no duerme) o el célebre Capitán Beto. Por supuesto que García, cuanto más se fue internando en los ochenta y los noventa, más abandonó las “películas” y las “pequeñas anécdotas” para ahondar en autorretratos. Que “Piano bar” abriera con “Demoliendo hoteles”, canción en la que casi todos los versos comienzan con “yo”, grafica bien este aspecto pero no invalida lo dicho por Aznar.
La etapa de Sui Generis es, sin dudas, más rica que otras en canciones con historias y personajes, tal vez porque fue un tiempo en que el procedimiento estaba en su auge. “El oso” de Moris, así como “El rey lloró” de Los Gatos, son fábulas vueltas canciones. El rock de fines de los 60 e inicios de los 70 se propone contar historias, tal vez bajo el influjo de la llamada “nueva canción”, y la sola nación de ópera-rock (o aun de “operita”, como “María de Buenos Aires” de Piazzolla y Ferrer) no hace más que evidenciarlo. Tan familiares nos resultan las canciones de esos tiempos, tantas veces las escuchamos o incluso las cantamos en algún fogón, que han pasado a formar parte del inconsciente colectivo y sus métodos ya casi no nos llaman la atención.
Por supuesto que no todas las canciones que presentan a un personaje están contándonos un cuento. “Eleanor Rigby” de los Beatles, más que narrar una historia, es una descripción brillante; la pintura prima acá sobre el relato. Lo mismo podría decirse acerca de “Natalio Ruíz” e incluso de “Peperina”, dos imborrables personajes de García. Aun cuando “Peperina” empieza con “Quiero contarles una buena historia...”, lo que sigue es el retrato de una chica “típicamente pueblerina”. En este par de canciones, al igual que en “Gaby” (tema de los inicios de Sui Generis) o en “El vendedor de muñecas de plástico” (La Máquina de Hacer Pájaros), lo que sucede es habitual en las letras de canciones: si hay un relato, éste se encuentra sumergido o sugerido. Uno intuye o deduce que “La bifurcada” de Memphis, por dar un ejemplo, alude a la historia de un amor que terminó muy mal. La historia entera, sin embargo, no está contada; lo que oímos equivaldría al soliloquio de un personaje teatral sacado fuera de contexto narrativo. Muchas letras de canciones operan así (más aún las que fueron compuestas para películas o comedias musicales y que encarnan, en rigor, un monólogo, como “Volver” de Gardel). Es menos habitual, en cambio, cuando la canción refiere la historia entera.
Pocos autores del rock argentino concibieron tantas historias y tantos personajes como Charly García entre 1973 y 1978. Con Sui Generis nos contó la historia de una familia disfuncional (“Mr Jones”), de la moral pacata de un edificio (“Mariel y capitán”) y de la censura en tiempos de Paulino Tato (“El señor Tijeras”), pero asimismo la fábula de amor de “Un hada, un cisne”, la alegoría política del “tonto rey” (imaginario o no) o la crónica de la emancipación de una adolescente en “Afuera de la ciudad” (grabado sólo años más tarde, primero por Nito Mestre y luego por Sui Generis en su reunión). Con La Máquina de Hacer Pájaros ofreció su versión de la historia de Marilyn. Con Serú Girán redondeó una de sus historias más interesantes (“Cinema verité”) donde un narrador en primera persona, oculto tras sus anteojos negros y sus auriculares, presencia cómo un millonario (“el tipo del Mercedes Benz”) seduce a “una chica tonta”. Igual estrategia se advierte años más tarde en “No soy un extraño”, donde un narrador que acaba de llegar a una ciudad (no se dice que es Nueva York, pero se deja entender) presencia cómo “dos tipos en un bar se toman las manos”.
Que el narrador de “Cinema verité” dijera en un verso “yo estoy con la máquina de mirar” resulta hoy mucho más que una tomadura de pelo circunstancial a un antiguo programa de TV (“Videoshow”) cuyo slogan era precisamente ése. El propio Charly de aquellos años nos parece, a la distancia,toda una “máquina de mirar”. Por no decir una implacable máquina de contar historias. ~
Suscribirse a:
Entradas (Atom)